El Ángel

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

El debutante actor Lorenzo Ferro posee un extraordinario manejo de su cuerpo, plasticidad pura, acorde a su edad y a su estado físico. El otro punto a su favor es el parecido con el verdadero asesino a esa edad. Ahí se terminan todos sus logros en la composición del personaje, no hay una sola modificación en su rostro a lo largo de todo el filme, sin importar los estados de ánimo por los que transite.

El personaje es en realidad una versión ficticia del asesino, violador, secuestrador, y ladrón convicto en la vida real Carlos Robledo Puch, que ha estado en prisión durante los últimos 46 años y continua. Por lo cual estamos hablando de una historia conocida, y que ante la ignorancia, se puede buscar, si se desea, en Internet.

Si algo sostiene esta producción dirigida por Luis Ortega en principio es, sin duda alguna, las muy buenas actuaciones de casi todos los actores secundarios, empezando por el Chino Darin, continuando por Daniel Fanego, Peter Lanzani, Cecilia Roth y finalizando con el chileno Luis Gnecco.

Todos ellos parecen haber sido extrapolados de los años ‘70, en tanto modismos, formas, composición corporal más allá de los diálogos, pues estos se sostienen desde esos aspectos de actuación

Los otros puntos a favor habría que buscarlos en la banda de sonido, todos los temas se presentan como muy bien elegidos, asimismo el diseño de vestuario de Julio Suárez muy acertado, y la dirección de fotografía a cargo de Julián Apezteguia, que no deja de sorprender por su eficiencia.

Es por eso que la película funciona en ese rol de tratar de plasmar una época, de libertad, los hippies, el rock, y en una sociedad en la que todavía, ingenuamente, se suponía al delincuente con ciertos rasgos categorizados de feos, para no dar otros calificativos.

Volviendo al filme propiamente dicho, algo que se queda a mitad de camino es la construcción de algunas relaciones entre los personajes, al mismo tiempo que la mayoría de las secuencias no llegan a un final, se cortan y continúa con otra sin ensamble alguno, produciendo saltos narrativos, al principio molestos, luego establecido el código, si se puede llamar así, ya no molestan tanto pero siguen haciendo ruido pues deja sin resolver muchos elementos presentados.

Por momentos da la sensación de ser sólo un cúmulo de viñetas para exhibir al personaje central, las que debería circular entre la perversión y lo siniestro. Tampoco se toma su tiempo para establecer las constitución de las relaciones entre los personajes, la más importante, entre Carlos y Ramón, su compinche, no esta desarrollada y eso va en contra de la verosimilitud de la misma, salvada por la performance del nombrado Darin.

Parecería ser que el director eligió hacer una versión posiblemente muy libre de los hechos reales, extirpando los elementos más perturbadores de los sucesos, intentando incluir a cambio algo de comedia negra que deberían mover a risa.

El filme mantiene un ritmo que va de la mano de los actos terribles del personaje, eso hace que el espectador no tenga demasiado tiempo para aburrirse. El director se las ingenia para no intentar explicar nada, sólo mostrar sin ponerse en juez, lo cual se determina en si mismo como un beneficio.

Hay otras cuestiones que no cuadran demasiado con el resto del filme, hasta se pretenden, como por demás, la indefinición sexual de los personajes. Si bien la imagen andrógina de Carlos puede dar cuenta de eso, la de Ramón y su familia se muestran como antagónicas, sin serlo.

En tanto personaje nefasto la presentación del mismo da cuenta de la falta de límites morales o sociales, “¿nadie se preocupa por ser libre?”, nos dice una voz en off mientras lo vemos robando una casa, tomando whisky, al tiempo que baila al son de un tema musical que el mismo acaba de habilitar en el equipo de música del domicilio.

También, y hay que reconocer esos logros, desde el guión se desprende ese perfil de psicópata cuando el personaje argumenta que lo que hace, mientras reconoce que hace, pero no está mal, esta percepción parece no existir para el sujeto en cuestión.

Como dice Rudiger Safranski en su libro “El mal o el drama de la libertad” (editorial Tusquets, 2005): “Comparece el mal cuando se invierte el orden de la voluntad, cuando allí donde se ha abierto paso ya la luz, a saber, en la conciencia humana, se alza la propia y egoísta voluntad oscura sobre la voluntad universal, cuando la inteligencia, la luz de la razón, es utilizada solamente para fines egoístas”…

El debutante actor Lorenzo Ferro posee un extraordinario manejo de su cuerpo, plasticidad pura, acorde a su edad y a su estado físico. El otro punto a su favor es el parecido con el verdadero asesino a esa edad. Ahí se terminan todos sus logros en la composición del personaje, no hay una sola modificación en su rostro a lo largo de todo el filme, sin importar los estados de ánimo por los que transite.

El personaje es en realidad una versión ficticia del asesino, violador, secuestrador, y ladrón convicto en la vida real Carlos Robledo Puch, que ha estado en prisión durante los últimos 46 años y continua. Por lo cual estamos hablando de una historia conocida, y que ante la ignorancia, se puede buscar, si se desea, en Internet.

Si algo sostiene esta producción dirigida por Luis Ortega en principio es, sin duda alguna, las muy buenas actuaciones de casi todos los actores secundarios, empezando por el Chino Darin, continuando por Daniel Fanego, Peter Lanzani, Cecilia Roth y finalizando con el chileno Luis Gnecco.

Todos ellos parecen haber sido extrapolados de los años ‘70, en tanto modismos, formas, composición corporal más allá de los diálogos, pues estos se sostienen desde esos aspectos de actuación

Los otros puntos a favor habría que buscarlos en la banda de sonido, todos los temas se presentan como muy bien elegidos, asimismo el diseño de vestuario de Julio Suárez muy acertado, y la dirección de fotografía a cargo de Julián Apezteguia, que no deja de sorprender por su eficiencia.

Es por eso que la película funciona en ese rol de tratar de plasmar una época, de libertad, los hippies, el rock, y en una sociedad en la que todavía, ingenuamente, se suponía al delincuente con ciertos rasgos categorizados de feos, para no dar otros calificativos.

Volviendo al filme propiamente dicho, algo que se queda a mitad de camino es la construcción de algunas relaciones entre los personajes, al mismo tiempo que la mayoría de las secuencias no llegan a un final, se cortan y continúa con otra sin ensamble alguno, produciendo saltos narrativos, al principio molestos, luego establecido el código, si se puede llamar así, ya no molestan tanto pero siguen haciendo ruido pues deja sin resolver muchos elementos presentados.

Por momentos da la sensación de ser sólo un cúmulo de viñetas para exhibir al personaje central, las que debería circular entre la perversión y lo siniestro. Tampoco se toma su tiempo para establecer las constitución de las relaciones entre los personajes, la más importante, entre Carlos y Ramón, su compinche, no esta desarrollada y eso va en contra de la verosimilitud de la misma, salvada por la performance del nombrado Darin.

Parecería ser que el director eligió hacer una versión posiblemente muy libre de los hechos reales, extirpando los elementos más perturbadores de los sucesos, intentando incluir a cambio algo de comedia negra que deberían mover a risa.

El filme mantiene un ritmo que va de la mano de los actos terribles del personaje, eso hace que el espectador no tenga demasiado tiempo para aburrirse. El director se las ingenia para no intentar explicar nada, sólo mostrar sin ponerse en juez, lo cual se determina en si mismo como un beneficio.

Hay otras cuestiones que no cuadran demasiado con el resto del filme, hasta se pretenden, como por demás, la indefinición sexual de los personajes. Si bien la imagen andrógina de Carlos puede dar cuenta de eso, la de Ramón y su familia se muestran como antagónicas, sin serlo.

En tanto personaje nefasto la presentación del mismo da cuenta de la falta de límites morales o sociales, “¿nadie se preocupa por ser libre?”, nos dice una voz en off mientras lo vemos robando una casa, tomando whisky, al tiempo que baila al son de un tema musical que el mismo acaba de habilitar en el equipo de música del domicilio.

También, y hay que reconocer esos logros, desde el guión se desprende ese perfil de psicópata cuando el personaje argumenta que lo que hace, mientras reconoce que hace, pero no está mal, esta percepción parece no existir para el sujeto en cuestión.

Como dice Rudiger Safranski en su libro “El mal o el drama de la libertad” (editorial Tusquets, 2005): “Comparece el mal cuando se invierte el orden de la voluntad, cuando allí donde se ha abierto paso ya la luz, a saber, en la conciencia humana, se alza la propia y egoísta voluntad oscura sobre la voluntad universal, cuando la inteligencia, la luz de la razón, es utilizada solamente para fines egoístas”…

El debutante actor Lorenzo Ferro posee un extraordinario manejo de su cuerpo, plasticidad pura, acorde a su edad y a su estado físico. El otro punto a su favor es el parecido con el verdadero asesino a esa edad. Ahí se terminan todos sus logros en la composición del personaje, no hay una sola modificación en su rostro a lo largo de todo el filme, sin importar los estados de ánimo por los que transite.

El personaje es en realidad una versión ficticia del asesino, violador, secuestrador, y ladrón convicto en la vida real Carlos Robledo Puch, que ha estado en prisión durante los últimos 46 años y continua. Por lo cual estamos hablando de una historia conocida, y que ante la ignorancia, se puede buscar, si se desea, en Internet.

Si algo sostiene esta producción dirigida por Luis Ortega en principio es, sin duda alguna, las muy buenas actuaciones de casi todos los actores secundarios, empezando por el Chino Darin, continuando por Daniel Fanego, Peter Lanzani, Cecilia Roth y finalizando con el chileno Luis Gnecco.

Todos ellos parecen haber sido extrapolados de los años ‘70, en tanto modismos, formas, composición corporal más allá de los diálogos, pues estos se sostienen desde esos aspectos de actuación

Los otros puntos a favor habría que buscarlos en la banda de sonido, todos los temas se presentan como muy bien elegidos, asimismo el diseño de vestuario de Julio Suárez muy acertado, y la dirección de fotografía a cargo de Julián Apezteguia, que no deja de sorprender por su eficiencia.

Es por eso que la película funciona en ese rol de tratar de plasmar una época, de libertad, los hippies, el rock, y en una sociedad en la que todavía, ingenuamente, se suponía al delincuente con ciertos rasgos categorizados de feos, para no dar otros calificativos.

Volviendo al filme propiamente dicho, algo que se queda a mitad de camino es la construcción de algunas relaciones entre los personajes, al mismo tiempo que la mayoría de las secuencias no llegan a un final, se cortan y continúa con otra sin ensamble alguno, produciendo saltos narrativos, al principio molestos, luego establecido el código, si se puede llamar así, ya no molestan tanto pero siguen haciendo ruido pues deja sin resolver muchos elementos presentados.

Por momentos da la sensación de ser sólo un cúmulo de viñetas para exhibir al personaje central, las que debería circular entre la perversión y lo siniestro. Tampoco se toma su tiempo para establecer las constitución de las relaciones entre los personajes, la más importante, entre Carlos y Ramón, su compinche, no esta desarrollada y eso va en contra de la verosimilitud de la misma, salvada por la performance del nombrado Darin.

Parecería ser que el director eligió hacer una versión posiblemente muy libre de los hechos reales, extirpando los elementos más perturbadores de los sucesos, intentando incluir a cambio algo de comedia negra que deberían mover a risa.

El filme mantiene un ritmo que va de la mano de los actos terribles del personaje, eso hace que el espectador no tenga demasiado tiempo para aburrirse. El director se las ingenia para no intentar explicar nada, sólo mostrar sin ponerse en juez, lo cual se determina en si mismo como un beneficio.

Hay otras cuestiones que no cuadran demasiado con el resto del filme, hasta se pretenden, como por demás, la indefinición sexual de los personajes. Si bien la imagen andrógina de Carlos puede dar cuenta de eso, la de Ramón y su familia se muestran como antagónicas, sin serlo.

En tanto personaje nefasto la presentación del mismo da cuenta de la falta de límites morales o sociales, “¿nadie se preocupa por ser libre?”, nos dice una voz en off mientras lo vemos robando una casa, tomando whisky, al tiempo que baila al son de un tema musical que el mismo acaba de habilitar en el equipo de música del domicilio.

También, y hay que reconocer esos logros, desde el guión se desprende ese perfil de psicópata cuando el personaje argumenta que lo que hace, mientras reconoce que hace, pero no está mal, esta percepción parece no existir para el sujeto en cuestión.

Como dice Rudiger Safranski en su libro “El mal o el drama de la libertad” (editorial Tusquets, 2005): “Comparece el mal cuando se invierte el orden de la voluntad, cuando allí donde se ha abierto paso ya la luz, a saber, en la conciencia humana, se alza la propia y egoísta voluntad oscura sobre la voluntad universal, cuando la inteligencia, la luz de la razón, es utilizada solamente para fines egoístas”…

El debutante actor Lorenzo Ferro posee un extraordinario manejo de su cuerpo, plasticidad pura, acorde a su edad y a su estado físico. El otro punto a su favor es el parecido con el verdadero asesino a esa edad. Ahí se terminan todos sus logros en la composición del personaje, no hay una sola modificación en su rostro a lo largo de todo el filme, sin importar los estados de ánimo por los que transite.

El personaje es en realidad una versión ficticia del asesino, violador, secuestrador, y ladrón convicto en la vida real Carlos Robledo Puch, que ha estado en prisión durante los últimos 46 años y continua. Por lo cual estamos hablando de una historia conocida, y que ante la ignorancia, se puede buscar, si se desea, en Internet.

Si algo sostiene esta producción dirigida por Luis Ortega en principio es, sin duda alguna, las muy buenas actuaciones de casi todos los actores secundarios, empezando por el Chino Darin, continuando por Daniel Fanego, Peter Lanzani, Cecilia Roth y finalizando con el chileno Luis Gnecco.

Todos ellos parecen haber sido extrapolados de los años ‘70, en tanto modismos, formas, composición corporal más allá de los diálogos, pues estos se sostienen desde esos aspectos de actuación

Los otros puntos a favor habría que buscarlos en la banda de sonido, todos los temas se presentan como muy bien elegidos, asimismo el diseño de vestuario de Julio Suárez muy acertado, y la dirección de fotografía a cargo de Julián Apezteguia, que no deja de sorprender por su eficiencia.

Es por eso que la película funciona en ese rol de tratar de plasmar una época, de libertad, los hippies, el rock, y en una sociedad en la que todavía, ingenuamente, se suponía al delincuente con ciertos rasgos categorizados de feos, para no dar otros calificativos.

Volviendo al filme propiamente dicho, algo que se queda a mitad de camino es la construcción de algunas relaciones entre los personajes, al mismo tiempo que la mayoría de las secuencias no llegan a un final, se cortan y continúa con otra sin ensamble alguno, produciendo saltos narrativos, al principio molestos, luego establecido el código, si se puede llamar así, ya no molestan tanto pero siguen haciendo ruido pues deja sin resolver muchos elementos presentados.

Por momentos da la sensación de ser sólo un cúmulo de viñetas para exhibir al personaje central, las que debería circular entre la perversión y lo siniestro. Tampoco se toma su tiempo para establecer las constitución de las relaciones entre los personajes, la más importante, entre Carlos y Ramón, su compinche, no esta desarrollada y eso va en contra de la verosimilitud de la misma, salvada por la performance del nombrado Darin.

Parecería ser que el director eligió hacer una versión posiblemente muy libre de los hechos reales, extirpando los elementos más perturbadores de los sucesos, intentando incluir a cambio algo de comedia negra que deberían mover a risa.

El filme mantiene un ritmo que va de la mano de los actos terribles del personaje, eso hace que el espectador no tenga demasiado tiempo para aburrirse. El director se las ingenia para no intentar explicar nada, sólo mostrar sin ponerse en juez, lo cual se determina en si mismo como un beneficio.

Hay otras cuestiones que no cuadran demasiado con el resto del filme, hasta se pretenden, como por demás, la indefinición sexual de los personajes. Si bien la imagen andrógina de Carlos puede dar cuenta de eso, la de Ramón y su familia se muestran como antagónicas, sin serlo.

En tanto personaje nefasto la presentación del mismo da cuenta de la falta de límites morales o sociales, “¿nadie se preocupa por ser libre?”, nos dice una voz en off mientras lo vemos robando una casa, tomando whisky, al tiempo que baila al son de un tema musical que el mismo acaba de habilitar en el equipo de música del domicilio.

También, y hay que reconocer esos logros, desde el guión se desprende ese perfil de psicópata cuando el personaje argumenta que lo que hace, mientras reconoce que hace, pero no está mal, esta percepción parece no existir para el sujeto en cuestión.

Como dice Rudiger Safranski en su libro “El mal o el drama de la libertad” (editorial Tusquets, 2005): “Comparece el mal cuando se invierte el orden de la voluntad, cuando allí donde se ha abierto paso ya la luz, a saber, en la conciencia humana, se alza la propia y egoísta voluntad oscura sobre la voluntad universal, cuando la inteligencia, la luz de la razón, es utilizada solamente para fines egoístas”…