El amor dura tres años

Crítica de Fernando López - La Nación

No hay caso: el desgaste de la vida en pareja es inevitable: a cierta altura, la caricia de quien ha compartido durante tantos días felices el lecho conyugal y que antes se sentía tibia, afectuosa o sensual ahora parece aplicada por un guante de goma. Marc Marronier -el cronista literario cuyos contratiempos amorosos se narran en esta graciosa comedia llena de ironías, un poco cínica y otro poco machista- lo ha vivido en carne propia y lo ha visto reflejado en los demás cuando en el juzgado donde se tramitan los juicios de divorcio escuchó los reproches mutuos de otras parejas que estaban, como él, poniendo fin a la vida en común. La conclusión a la que llega es casi obvia: el amor, si es que existe, dura, a lo sumo, tres años.

Claro que llega a esta tesis en pleno estado de depresión, tras vivir dos fracasos sucesivos: primero, el de su matrimonio, aceptado a la fuerza ante un juez que utiliza la misma fórmula de la boda civil pero al revés; el otro, el de su suicidio, extrema manifestación del estado de ánimo en que lo dejó el abandono de su mujer.

Dicen que no hay mal que por bien no venga y aparentemente el caso de Marc lo ratifica. Convencido de que el amor es un espejismo de probada fugacidad y dispuesto a alertar a otros hombres para que no caigan en la misma tentación y padezcan el mismo fracaso, expone su teoría sobre la caducidad del amor en un libro. Y entonces sobrevienen dos milagros sucesivos. En la editorial donde tantas veces le recomendaron desistir de sus aspiraciones literarias, reciben su original con entusiasmo: ven en él un negocio jugoso. Y aciertan. El otro milagro, casi al mismo tiempo, es la aparición de Alice, criatura luminosa y encantadora, que despierta en él un inesperado e irrefrenable deseo de vivir con ella un amor eterno. Justo ahora, cuando en un libro que, aunque firmó con un estrafalario seudónimo, dice todo lo contrario y se vende como el pan. A la obligación de ocultar, pues, su verdadera identidad para no correr el riesgo de perderla, se le suman a Marc otros contratiempos, incluido el compromiso de la chica con uno de sus primos. Ahora sí le ha llegado la hora de sufrir por amor. Sólo faltaría que la música de Michel Legrand, que siempre ha acudido en su auxilio para paliar las penas del corazón, no pueda asistirlo en este caso.

Para él, los sinsabores se multiplican mientras parece desatarse a su alrededor una especie de epidemia matrimonial. Y a exponerlos con cierta malicia se dedica Frédéric Beigbeder entre comentarios de ácida ironía (no hay que olvidar que la novela original tiene bastante de autobiográfico) y con la inapreciable ayuda de su álter ego en la pantalla, Gaspard Proust, que a su simpatía natural suma el dominio de los tiempos de la comedia. El humor del autor y ahora cineasta se vuelca en ingeniosos diálogos puestos en boca de un elenco en el que abundan comediantes de probado oficio como Valérie Lemercier (la editora), Annie Duperey y Bernard Menez (los padres de Marc), y hasta se luce el rapero francés Joey Starr como el amigo negro del protagonista, aunque el giro que se le impone a su personaje y quiere ser sorpresivo y gracioso resulta en cambio bastante forzado. Louise Bourgoin ( Un suceso feliz ) tiene la belleza y la frescura de su Alice.

Beigbeder acierta con el tono, muestra bastante desenvoltura como narrador y se luce tanto en la dirección de actores como en la elección de la banda sonora, en la que -por supuesto- tiene especial participación Michel Legrand.