El amor de Robert

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Nunca es tarde para amar

Hace algunos años, dos exactamente, se estrenaba en la Argentina una pequeña maravilla del séptimo arte, “Nunca es tarde para amar” (2009), escrita y dirigida por el realizador alemán Andreas Dresen, que nos enfrentaba a la historia de amor de dos personas mayores, ella de algo más de sesenta años, y él de setenta y seis. Producción que tomaba sus riesgos estéticos, narrativos, y hasta ideológicos, donde una mujer casada se enamora, porque así sucede, de otro hombre, quiere a su marido, pero éste otro la excita, hasta la rejuvenece.

El sólo hecho que sean filmes que aborden el tema del amor en la tercera edad les otorga un plus a favor, el beneficio de abordar temas pocas veces tratado por la cinematografía. Muchos otros filmes lo intentaron, mejores y peores, buenos y malos, como por ejemplo la inescrutable “Tu Ultima Oportunidad” (2009), o la casi impresentable “Cartas para Julieta”, cuyo únicos logros eran las locaciones, los paisajes y la idea disparadora, después nada.

Ahora nos enfrentamos a un filme que si bien no llega a la altura de la alemana, se aleja bastante, por suerte, de la mediocridad general.

Ese alejamiento esta dado, en principio, por la modesta pretenciosidad de la producción, por el juego intimista que plantea, por instalarse en una historia de personajes, por utilizar los pocos recursos económicos de manera tan efectiva que ello no se note.

La dirección de arte, principalmente la fotografía, el diseño de sonido, incluyendo la música, la utilización de los colores para denotar no sólo los espacios, sino asimismo los estados de animo, todos sostenidos por un buen guión.

Solo la última vuelta de tuerca del relato va en desmedro de la totalidad, y el problema es que el realizador nos regatea la información sobre los personajes, no es que no este en su derecho de hacerlo, peor usar esto en pos de sorprender al espectador y tratarlo con un “¡mira como te engañe!, pero que en realidad es “¡mira como te mentí!”, termina siendo molesto.

Robert (Martín Landau) es un octogenario ermitaño, casi misántropo, soltero, su vida se reduce a su trabajo en el que sigue todavía. De casa al trabajo y del trabajo a casa. Una tarde, cuando regresa, encuentra en su cocina a Mary (Ellen Burstyn), la vecina de enfrente que acaba de mudarse, quien justifica su presencia por haber encontrado la puerta abierta y delante de la casa el coche de Robert averiado.

A partir de allí la vida de ambos cambiara como si fuese una nueva oportunidad para ambos, la de volver a enamorarse.

Es muy buena la elección de los exteriores, donde la nieve hace muy blanca la imagen, hasta por momentos metafóricamente muy pura, en el orden de la ingenuidad de él sobre un mundo que no conoce, la de estar enamorado, y el retorno del deseo de amar por parte de ella.

Cada paso que dan va en esa dirección, despacio como si tuviesen todo el tiempo del mundo, asegurándose de transitar, en la medida de lo posible, por terreno sólido, pues una caída afectiva a esa edad no es aconsejable.

Se involucran los familiares, los amigos de ella, otros vecinos, el joven jefe de su trabajo, pero nada es lo que parece y nos cachetean con el tiro del final, no hay tragedia, es la vida tal y como se nos puede presentar, y eso también se agradece.

Pero lo más notable, lo que verdaderamente termina sorprendiendo, lo que atrapa al espectador, son las grandes performances actorales, desde la siempre bella Elizabeth Banks, como la hija de Mary, hasta el trabajo impecable de los dos ganadores del Oscar, en sus largas carreras artísticas, como la pareja protagónica.

(*) Realización de Andreas Dreser, de 2009.