El agua del fin del mundo

Crítica de Adolfo C. Martinez - La Nación

Dos hermanas, una enfermedad terminal, un amor compartido y los paisajes sureños

Laura y Adriana son hermanas, viven juntas en un pequeño departamento y la relación de ambas es tan cálida como fraternal. La primera trabaja duramente en la cocina de una pizzería y con su magro sueldo mantiene a Adriana, a la que no tardan en descubrirle una enfermedad terminal. Esta noticia las obliga a unirse más en su cotidianeidad, y Adriana decide que sus días finalicen en un lugar alejado del bullicio ciudadano, en un espacio en el que la soledad sea su más querida compañera y la naturaleza, su amiga más fiel. Así se lo comunica a su hermana, quien decide no dejarla sola en ese viaje que tendrá como destino Ushuaia.

Claro que para emprender esta aventura se necesita un dinero del que no disponen, y así Laura tratará de reunirlo pidiéndoles un préstamo al dueño de la pizzería y a una tía que comprende las necesidades de ambas. En esta búsqueda ella conocerá a Martín, un músico taciturno y bebedor que se gana la vida tocando su acordeón en subtes y colectivos. El deseo se apodera muy pronto de ellos y sus encuentros sexuales seducen a Laura, pero cuando Martín conoce a Adriana, también se siente atraído por ella. Ante esta situaciones las hermanas se enfrentan, pero este enfrentamiento no es sino la clave para que ese viaje a uno de los rincones más alejados del mapa cobre necesidad mayor.

La directora Paula Siero compuso una historia profundamente humana, en la que el amor, el odio, la comprensión y el enojo se funden sin pausa en este intenso vínculo fraternal. Con una sencillez que evita todo melodramatismo, la realizadora supo internarse en los meandros más íntimos de sus tres personajes centrales. La labor de Diana Lamas y de Guadalupe Docampo logró sinceridad para sus personajes, mientras que Facundo Arana puso a disposición de su papel una recóndita ternura. El film queda, pues, como un entrañable relato que bucea en los sentimientos.