El acto en cuestión

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

De la vida de las marionetas

Se estrena en la Argentina, luego de 22 años de haber sido filmada, la película “El acto en cuestión”, de Alejandro Agresti, producción que terminó de catapultar a su creador, al menos con categoría de autor, con algo para decir y con búsquedas estético-narrativas más allá de la seguridad que otorgaría el clasicismo a ultranza.

En definitiva, resultó ser una realización de nulo movimiento en los circuitos de distribución y exhibición comercial, muy poco tratada y examinada y, al mismo tiempo, constituirse en uno de los trabajos más complejos de un director del que también resulta, aún hoy, difícil de catalogar. Muy lejos de la protocolo pomposo del cine producido en los inicios de la democracia, como de las sobrevaloradas producciones cinematográficas hiperrealistas del llamado “Nuevo Cine Argentino”.

Hasta se la podría considerar como antecesora precursora, en tanto al planteo, diseño, y búsqueda de una estética particular y propuestas narrativas diferentes, con la salvedad que en este caso sabe que contar, que decir, y como hacerlo.

La historia hasta parece, a priori, sencilla. “El acto en cuestión” cuenta la historia de Miguel Quiroga (Carlos Roffe), un hombre que vive en un conventillo junto a su novia Azucena (Mirta Busnelli), quien pasa sus días buscando trabajo y robando los más diversos libros. Alguien dijo que los libros no se prestan ni se devuelven, entonces, ¿robar un libro sin fines comerciales, ni lucro pecuniario, podría hasta establecerse como que no es un delito?

Pero un día, gracias a uno de ellos, Miguel aprende un truco de magia con el que hace desaparecer primero objetos y luego personas. Quiroga consigue, entonces, un representante e inicia un viaje por Europa, donde el truco tiene mucho éxito. Pero la repentina fama alterará su vida y le generará consecuencias inesperadas.

Estamos frente a un cine que hace bandera en la intertextualidad, el manejo de la ironía, el sarcasmo, aplicados ambos sobre un fondo de nostalgia articulada por una ingenuidad extraviada a partir de los avances técnico científicos, que invadieron la vida cotidiana y desplazaron al olvido aquello que todavía podría sorprendernos, constituido con un simulado desorden, como si todo se superpusiera por relaciones aleatorias.

La explicitación del dispositivo, en tanto espacios fílmicos escenográficos varios construidos en estudios, las rupturas narrativas en tanto relato encordé, la amalgama de géneros, alocuciones heterogéneas, para reformularlas y utilizarlas de modo personal.

Lo que además se despliega fuertemente, y atraviesa al espectador en su lugar de receptor anodino, es el tratamiento visual, en realidad la multiplicidad de recursos que utiliza el director, desde el blanco y negro, hasta el retorno a los principios del cine, que obstruyen cualquier espejismo de realidad, incluso los efectos especiales, los tan mentados FX, que son a mi entender un claro homenaje a George Mèliés.

Lo mismo ocurre desde la variable narrativa, el texto puede, debe, empuja a ser leído como autorreferencial, en una doble variable, la del director y la del espectador. No es menor la presencia de un narrador, Rogelio (Lorenzo Quinteros), ya desde las primeras escenas para termina siendo redefinido en otro estamento dentro del texto, lo que modifica la determinación del personaje por si mismo.

El único posible problema del filme es que, es tanto lo que hay para ver, oír, pensar y volver a empezar, por momentos, mientras la estamos viendo, abruma, sus cortes temporales, los flashbacks, los fowards presentan un “no” orden planificado, podemos cruzarnos tanto con una estética que hace alusión a la década de los ‘40, tanto en la Argentina como en Europa: Perón de manera implícita, Hitler explícitamente, el segundo con clara intención político discursiva, al mismo tiempo escuchar al flaco Spinetta, o hacernos pensar en la dictadura militar argentina que finalizo en 1983. Todo está, es lícito y posible.

Hasta se podría decir que lo que se plantea constantemente en el filme es la puja entre la originalidad a ultranza del “como” construye, narra y la intertextualidad del “que” nos cuenta, apoyándose en las posibilidades de cada espectador para escudriñar, desarmarlo y volverlo armar, sin dejar de ser el director quien mueve los hilos invisibles que subyugan, hipnotizan desde un principio.

Contar algo más de la historia seria atentar contra las propias bondades de la obra como producto audiovisual.