El abogado del crimen

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Algo se aproxima

Ridley Scott empieza de cero. Esto no le importa a nadie. Menos todavía a los admiradores de Alien o de Blade Runner, los mismos que se vieron finalmente obligados a admitir, con la cabeza baja, el hecho de que el director inglés los había defraudado. Desde ahí, desde su puesto en este nuevo comienzo sorpresivo, Scott trae por lo menos una primera novedad: la novedad de las caras. ¿Qué pasa con las caras en El abogado del crimen? Se muestran avejentadas, agrietadas, cansadas; son caras que no pierden su interés (al contrario, lo ganan) al precio de no dejar pasar por alto tampoco ninguna marca, ninguna muesca, ninguna traza que denote el paso del tiempo sobre los actores. ¿Cuándo le vimos los poros de la piel expuestos de esa forma a Cameron Diaz, por ejemplo? Yo no me acuerdo. ¿Y a Penélope Cruz? Aquí se narra con el acento puesto en los cuerpos y en las caras. Se describe el peso de un mundo que irrumpe en el plano como una forma misteriosa, desplegada sobre los personajes y lo que los rodea. El abogado del crimen (que en algunos países se llama Cartel) es una historia que transcurre mayormente en Ciudad Juárez, en la frontera entre México y los Estados Unidos. Claro, trata sobre el mundo de las drogas. Pero, sobre todo, trata acerca de la naturaleza del mal. Michael Fassbender, el councelor del título, un día se da cuenta de que se pasó al otro lado; es decir, dio el mal paso. Ocurre que se involucró sin querer, casi por piedad, con el empleado sin mayor importancia de un cartel, al que hace sacar de la cárcel para aliviar un poco a su clienta también presa, la madre del chico. Resulta que ese chico es asesinado ni bien pone un pie fuera de la prisión. A partir de ahí, el sueño de un retiro pacífico del abogado, que siempre hasta ahora bailó como pudo con el diablo, exhibiendo de a ratos una soltura gansteril, se viene abajo estrepitosamente. Nada preparó al abogado para este desenlace, así como nada de lo que pasa en la película puede no tomar por sorpresa al espectador, que asiste helado en la butaca al espectáculo espeluznante de derrumbe que se desarrolla delante de su ojos.

Scott cuenta con varias cartas de triunfo en esta película, ninguna de las cuales puede ser asociada fácilmente con lo que fue su cine hasta el momento. En realidad el director siempre se condujo como un pillo del cine, acaso demasiado pagado de sí mismo, saqueando cosas, acomodándose a lo que sugerían los tiempos. Su clásico instantáneo Blade Runner hoy es una pieza de museo, cuyos diálogos repiten con unción melancólica aquellos que se vieron impactados por sus imágenes de jóvenes, casi al modo de una contraseña generacional. En cambio El abogado del crimen se perderá irremediablemente en la cartelera, e incluso es probable que en poco tiempo nadie se acuerde de ella. Además se podrá repetir, como una curiosidad, que el guión fue responsabilidad del escritor Cormac McCarthy. Es que en esta oportunidad, Scott no aspira a la misericordia forzada de Blade Runner –esa en la que el mundo puede alcanzar un atisbo de salvación, porque sus androides se vuelven humanos “de corazón”–, ni apunta a su tema con una mirada clínica llena de astucia (como Soderbergh en Traffic ) sino que ha dispuesto, sin rendir cuentas a nadie, su propia agenda.

La película hace sentir el poder del fuera de campo: algo monstruoso acecha, como una criatura imaginaria, que se irradia a través de la conciencia de los personajes y produce sus réplicas violentas en las muertes terribles de las víctimas, que se ofrecen como manifestaciones visibles de una fuerza de características omnímodas. Uno de los gestos más audaces y efectivos del director es el tono. Seco y desarraigado, por momentos pareciera que inhumano: una mirada fría de dandy. Pero Scott no se priva de ejercer cierta generosidad cruel: en esta película sorprendente el espectador está en la posición privilegiada de ver el desastre grabado en la piel de los actores, como si los observara con una lupa, esos primeros planos impiadosos concebidos con precisión y estilo, incluso con amor. (¿Amor es una palabra demasiado grande? Puede ser, pero hasta los senderos más tenebrosos deben ser cartografiados con dedicación). El director se revela como un experto en mostrar el reflejo creciente del horror en las actitudes corporales de los personajes. Fassbender, agobiado, virando entre la sonrisa congelada en un rictus inútil (en cierto punto, esa sonrisa ya no engaña a nadie, menos a sus enemigos) y el cansancio del que se ve atrapado entre dos fuegos pero guarda todavía, como una luz lejana, un poco de esperanza en la posibilidad de la huida. O los bailoteos simiescos de Javier Bardem, con su peinado a lo Don King, como una criatura de Looney Tunes a la que una granada le acaba de estallar en las manos. Patético y un poco querible al mismo tiempo. Esos personajes están desesperados, y luchan para que el miedo no los gane antes de tiempo. Quieren olvidar, pero no se puede olvidar, como no se puede dejar atrás la propia sombra. Scott filma entonces esas sombras: el pasado que se precipita y señala la imposibilidad de una vida ordinaria. El abogado del crimen encuentra a sus protagonistas en el momento en que algo, digamos el Mal, se apodera de sus destinos. Scott vela junto a sus personajes: los ve desmoronarse con crueldad pero también con afecto. De ahí, quizá, la delicadeza con la que filma un cuerpo enfundado en un vestido rojo al rodar entre los desperdicios de un camión de basura que hace su descarga. Uno puede cerrar los ojos y llevarse a su casa esa imagen pegada en la retina, tal vez a su pesar. Pienso que Scott logró esta vez mostrar algo muy fuera de lo común: el temblor de angustia que experimentan los cuerpos incluso después de muertos.