Efectos colaterales

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Siniestras golosinas contra la tristeza

En el panorama del cine norteamericano -tanto en el underground como en el mainstream- el realizador Steven Soderbergh siempre ha tenido un solvente ritmo narrativo, además de ser un director que suele cargar sobre sus espaldas con el guión, la fotografía y el montaje, como ocurre en este caso. “Efectos colaterales”, en el corpus de su prolífica obra podría agruparse junto a filmes como “Contagio” y “Erin Brockovich”, emergentes de problemas que la salud pública aún no termina de resolver. Como se desprende de su significativo título, el eje de “Efectos colaterales” son los intereses que se mueven detrás de los cada vez más refinados y peligrosos psicofármacos. Emily (Rooney Mara) es una joven que se vuelve adicta a un ansiolítico novedoso que le receta su cuestionable psiquiatra (Jude Law).

“¿Qué sería de nuestras vidas sin químicos?”, dice en un momento este psiquiatra, mientras reparte entre sus conocidos (incluso su mujer) algunas pastillas para levantar el ánimo, salir de la depresión o la tristeza. Se trata de un profesional inglés que ejerce su carrera en EE.UU. por la distinta concepción que tienen ambos países respecto de los psicofármacos: “Allá el que toma un ansiolítico es porque está enfermo; aquí, es alguien que quiere curarse”.

Más adelante, sabremos que este personaje de ética desdibujada recibe cifras adicionales por recetar y probar en sus pacientes nuevos ansiolíticos con efectos secundarios complejos, severos y peligrosos que producen desde sonambulismo, hasta la anulación del yo.

Veremos a los representantes de las grandes corporaciones farmacéuticas, interactuando con los profesionales de la salud mental para frenar juicios o absolver de culpabilidad a pacientes que bajo los efectos farmacológicos pueden llegar hasta el asesinato.

El necesario rol de paciente para semejante profesional, corre por parte de la ascendente y polifacética Rooney Mara, quien interpreta a Emily, una joven hermosa, casada con un agente financiero que de pronto va preso por tráfico de influencias y de esta forma pierde de la noche a la mañana su alto nivel de vida material, lo que la lleva a un estado depresivo y a un aparente intento de suicidio. En estas circunstancias, conoce al ya mencionado doctor Jonathan Banks (Jude Law) quien será el encargado de tratarla sobre la base de medicamentos que provocan acciones involuntarias con trágicas consecuencias.

El submundo de psiquiatras amorales y pacientes irresponsables, el trasfondo económico de dicho negocio, la concientización sobre los efectos secundarios son sin duda lo más interesante de la primera parte de este psicothriller, que despierta mucha expectativa respecto del desenlace, hasta que un giro argumental deja de lado toda esa interesante trama, acercándose más a los procedimientos convencionales para lograr un forzado efecto sorpresa.

Atrapados sin salida

La historia de “Efectos colaterales” pertenece a esa clase de thrillers en los que con cada giro se nos dice que todo lo que hemos visto es falso. Al introducir un misterio a la vieja usanza, se abre el camino para giros sorprendentes que son un arma de doble filo, porque solamente funciona en casos muy puntuales de la historia del cine, como “Frenesí” de Hithcock por ejemplo, pero que trastabilla en otros innumerables casos para el olvido.

Muchas vueltas de tuerca se apilan innecesariamente, y las sucesivas traiciones hacen caer el nivel de una película que podría haber sido mucho más interesante. De cualquier modo, la serie de personajes tramposos que circulan por la trama, conforman un film más inquietante que un thriller con héroes y villanos estereotipo. Aquí, son todos seres corruptos, intrigantes y potencialmente peligrosos, donde el dinero es lo que en el fondo motiva todos sus actos.

Finalmente, queda la denuncia de una sociedad enferma, la sátira de un mundo falsamente feliz que conduce al abandono, la soledad, la frustración y la perdición.

“Efectos colaterales” es un film con matices y relecturas -siempre desquiciantes- que se inicia y termina de una forma similar y significativa: un plano amplio sobre un recorte de arquitectura cuadriculada, impersonal y monótona que progresivamente se va cerrando hasta llegar a los ojos o ventanas de esas enormes moles de cemento, que condensan y potencian la sensación de encierro y soledad en la gran urbe.