Eden Lake

Crítica de Martín Stefanelli - ¡Esto es un bingo!

La inseguridad

La película empieza bien. Una pareja deja la ciudad para descansar unos días a la orilla de un lago rodeado por bosques. Ella se despide de sus alumnos de jardín de infantes y cuando pide silencio en el aula le basta con ponerse el dedo sobre la boca y brindarles una sonrisa. El la pasa a buscar por la puerta de la escuela a bordo de una camioneta lujosa y se alejan por las autopistas entre risas y caricias. Sólo molesta el susurro de un programa de radio que habla sobre la violencia juvenil. El tema de la película se instala por primera vez como un asunto de actualidad, de esos que pululan en los medios tratando de manosear la estabilidad del mundo burgués. Para los enamorados sólo es un ruido de fondo, no parece ser algo que los toque de cerca.

Recién cuando ya estén alejados de las luces y los edificios, en medio de la oscuridad del campo y mientras buscan un lugar para pasar la noche, reciben algunas señales que anticipan lo que van a vivir durante el fin de semana. Así se contraponen, con un poco de ligereza, el campo y la ciudad, la docilidad de los alumnos del jardín de infantes y el orden del tránsito con niños llorones y adultos irreverentes que desconocen las reglas de la cortesía y el buen gusto. El director James Watkins construye un pueblo de toscos personajes rurales para explicar, más tarde, esa violencia de la que hablaban en la radio.

Al otro día la pareja retoma su viaje y apenas llega a Eden Lake la promesa de soledad que le hacía su nombre se quiebra con la presencia de un grupito de adolescentes. El volumen de la música, un perro molesto y su condición de macho alfa obligan a Steve (Michael Fassbender, el de Bastardos sin gloria) a confrontar con ellos para que les permitan disfrutar del paraíso. Los chicos no sólo no le hacen caso sino que lo ridiculizan frente a su novia. Lejos de la civilización, sin el policía de la esquina para delatarlos, las fuerzas se igualan y a ninguno le importa su condición de adulto. La tensión que se establece entre los dos grupos de bañistas, similar a la que ronda en Funny games de Haneke, es lo mejor de la película.

Más tarde, cuando los adolescentes abandonan la playa y la pareja queda en paz, Watkins pone la cámara entre la maleza del bosque para jugar un poco con el espectador. ¿Quién es el que espía? ¿Son los chicos que acaban de irse? Nadie cree que se trate de ellos y Watkins quiere que el espectador se equivoque, quiere enredarnos en la idea que tenemos de la inocencia. Al final, Eden Lake pretende ser una película que habla de un tema candente. Pero antes de eso, antes de que esa sea la lección del día, se transforma en un film de supervivencia que se mantiene bien durante un tiempo hasta que se empieza a repetir y el verosímil hace un poquito de ruido, especialmente cuando se haga jugar varias veces al azar a favor de la historia.

Es verdad, como dicen varias críticas, que Eden Lake se parece en mucha cosas (por momentos es más que una influencia) a la genial Deliverance (1972) de John Boorman. Es más, se pretende como un homenaje cuando al comienzo tiene un dialogo casi calcado sobre la posibilidad de ver un paisaje natural antes de que el progreso arrase con él. Está la naturaleza levantando un muro que separa a los personajes de la civilización, están los rednecks y está la cacería humana, pero la textura plástica de los planos y la chorrera de sangre la acercan un poco más a la pornotortura de Hostel porque, sin necesidad, abandona la tensión que genera esa cacería para shockear con la pura violencia de las imágenes. Todo el suspenso que en Deliverance pasa a ser un entramado psicológico, acá es lisa y llana acción, sencillamente una maquina física de perseguidos y perseguidores.

De todas formas, esos problemas no servirían de excusa para dejar de disfrutar del entretenimiento que propone. Sólo que cerca del desenlace se empieza a intuir que Watkins va hacernos olvidar de los buenos momentos pasados cuando use la caricatura salvaje que había hecho de sus personajes rurales para hacer sociología de la violencia juvenil del modo más burdo posible. Como si tuviera que resguardarse de algo, se pone en el lugar de ese espectador noble que al principio creyó en la inocencia de los muchachitos, y justifica su sadismo con un retrato lastimero de la sociedad pueblerina que los rodea. No se trata de planteos morales sino de la mera explicación del terror vivido, que elimina el miedo para causar risa.