Ecos de un crimen

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Ecos de un crimen empieza como si fuera una pariente argentina de El resplandor. Una familia tipo llega a una casona perdida en una zona montañosa para descansar unos días y que el padre, reconocido escritor de best sellers policiales, avance con el último volumen de su exitosa franquicia. Al estilo de la vieja escuela, el hombre usa una máquina de escribir. Pronto nos enteraremos de que está en tratamiento psiquiátrico por un reciente colapso nervioso. Ahí nomás hay un hacha, como la cámara se encargará de subrayar.

Pero cualquier similitud con el clásico de Stanley Kubrick será puro guiño cinéfilo. Porque en rigor la película de Cristian Bernard –el socio de Flavio Nardini en 76-89-03, Regresados y Germán, últimas viñetas vuelve a dirigir un largometraje después de casi una década- se alinea entre ésas que pueden promocionarse con la frase “nada es lo que parece”, como si confundir al espectador fuera un mérito y no pura pirotecnia narrativa.

El guion de Gabriel Korenfeld nos pone en manos de un narrador poco confiable: Julián Lemar, el personaje que interpreta Diego Peretti. Todo está contado desde su punto de vista, pero claro: el escritor toma psicofármacos de todos los colores (cuando los toma). Entonces lo que vemos puede estar ocurriendo en la “realidad” o sólo en su mente.

Cierto es que esto se explicita de entrada: bajo el paraguas de ese “el que avisa no traiciona”, los realizadores consiguen carta blanca para que lo que cuentan después no deba responder a ninguna ley de verosimilitud, coherencia o realismo.

Sin justificar nada
Entonces, sin tener que justificar nada, pueden desarrollar situaciones extraordinarias (o no tanto: la mayoría responde a lugares comunes del cine de terror). En el camino hay más homenajes: a El silencio de los inocentes y, sobre todo, a La isla siniestra de Scorsese.

Ecos de un crimen les da la razón una vez más a los partidarios de jubilar de una vez por todas el recurso de escribir con la mano una escena espeluznante para, acto seguido, borrarla con el codo del sueño (el personaje estaba dormido, tuvo una pesadilla, hubo un susto pero aquí no ha pasado nada).

Como en una suerte de cajas chinas oníricas, todo el guion gira en torno a esa triquiñuela gastada por el uso. Poco puede hacer el experimentado elenco (Peretti, Julieta Cardinali, Carla Quevedo, Diego Cremonesi) para remontarlo: abunda la sobreactuación.

De todos modos, la película consigue que nos concentremos en intentar dilucidar qué es lo que está ocurriendo verdaderamente, cuánto es vida y cuánto es sueño. Tal vez dejarnos sumidos en algunas sombras y dudas no habría sido desacertado. Pero estos productos no toleran la ambigüedad: como a los niños, al final alguien nos explica todo lo que ocurrió, con un repaso mediante flashbacks por si nos olvidamos de algún detalle.