Duro de matar: un buen día para morir

Crítica de Federico Karstulovich - Otros Cines

Cuarteles de invierno

El cine clásico se caracteriza por un pequeño truquito: nunca cuenta una sola historia sino dos a la vez. Es una de las primeras cosas que aprende un guionista: siempre hay un segundo nivel de lectura deliberado. En Mentiras verdaderas el cuento que importa es el de la recuperación sexual de una pareja abandonada a la rutina (y no el argumento sobre los terroristas); en Volver al futuro lo que importa es el cuentito de un personaje que puede reparar en su pasado para no repetir los errores familiares(y no el argumento del viaje en el tiempo); en Súper 8 lo que importa es el cuentito moral de poder elaborar los duelos frente a la pérdida dolorosa de seres queridos (y no el argumento del descubrimiento de un extraterrestre atrapado).

Del mismo modo, con esta suerte de doble agenda una película como Indiana Jones y la última cruzada era menos una película sobre el encuentro del santo grial y mucho más una sobre el reencuentro de un padre y su hijo separados por el tiempo. Bueno: en la tónica de la tercera entrega de aquella saga spielberguiena Duro de matar: Un buen día para morir es esencialmente un film cuya doble agenda versa en torno al mismo asunto: las relaciones entre padre e hijos y la recuperación del tiempo perdido en medio de la resolución de conflictos sobre terrorismo.

Pero ahí donde Spielberg, Cameron, Zemeckis y J.J. Abrams sabían cómo dosificar la agenda secreta en la trama el mediocre John Moore hace agua, ya que demuestra que “no puede dirigir ni el tránsito” (un gran chiste escuchado en la función de prensa, aclaro).

¿Por qué no funciona todo el asunto? Básicamente porque la historia entre padres e hijos está metida con forceps, se siente chata, pobre, carente de matices o ideas y de tal evidente deja expuestas las costuras, como si el guión no hubiera sido revisado en ningún momento.

El otro problema por el que la película no funciona es la manifiesta incapacidad para poner la cámara en el lugar funcional a la narración, consecuentemente compensa sobreactuando explosiones, insistiendo con música machacona pero sobre todo con manierismos inútiles, sin función narrativa alguna (el ralenti como elemento disperso, los efectos visuales que permiten seguir a un cuerpo atravesando distintas superficies, etc), algo que rememora al peor Michael Bay.

En medio de semejantes desgracias está el gran John McClane que aporta -oneliners mediante- la cuota de humor necesaria que vemos en cada una de las entregas. Lo que lamentamos es que cada vez esa pólvora se vaya humedeciendo, que los oneliners sean cada vez más previsibles, que todo lo que en las anteriores partes de la saga (sobre todo la primera, tercera y cuarta entrega) funcionaba aquí se empobrezca sin vuelta atrás.

Ahí, en medio de las explosiones, queda perdida la posibilidad de un cierre noble para una gran saga de películas, pero quizás el espíritu de ese cierre viva en películas como la enorme y desestimada RED, cuya segunda parte aparecerá en breve.

Adiós, John.