Dunkerque

Crítica de Lucas Moreno - La Voz del Interior

La nueva película de Christopher Nolan pone el foco en un dramático episodio para las tropas aliadas, ocurrido en 1940. Mínima grandeza para un relato magnífico.

La megalomanía de Christopher Nolan fue creciendo a lo largo de su carrera, entorpeciendo la ejecución de un talento obvio. Sus tres últimos filmes reflejan diferentes facetas de este descontrol: El Orígen (2008) supuso que mientras más obtuso fuese un argumento, más inteligencia ostentaría; El Caballero de la Noche Asciende (2012) creyó que como película debía superar el mito del superhéroe; Interestelar (2014) reflexionó en exceso, permitiendo que las palabras secuestraran la emotividad de las imágenes.

Nolan esta vez se obsesionó con hacer una obra minimalista. Su pensamiento debió ser el siguiente: “Filmaré el mejor relato minimalista sobre la Segunda Guerra Mundial”. Una ambición terapéutica que no extirpó la neurosis pero alivió los síntomas. Dunkerque aún posee ciertas mañas: enrosca líneas temporales, quiere ser más interesante que los eventos verídicos y en determinado momento inserta una voz en off sobreexplicativa. Pero la sobriedad es tan radical y arriesgada que estos vicios borrascosos no empañan en absoluto la experiencia cinematográfica.

Dunkerque es un cine que cautiva desde lo sensorial, que abandona el rigor racional del guion para deslumbrarse ante el primitivismo de la imagen y el sonido. Es un cine que redescubre las raíces de su lenguaje, que hace de la virginidad su delirio de grandeza. Quizás Nolan esté dispuesto a cometer nuevos excesos en un futuro, pero esta vez el objeto de su obsesión es sano, eligió convertirse en un detallista de lo intrascendente y en este enfrascamiento nos regaló un poema audiovisual.

El punto de partida de Dunkerque es la cooperación de la población civil para evacuar por vía marítima a 400 mil soldados ingleses y franceses rodeados por las tropas alemanas. Nolan estructura el filme conjugando tres elementos necesarios para el éxito de la retirada: los soldados varados, los civiles con sus pequeñas embarcaciones y la contraofensiva aérea de los ingleses. Cada elemento se ubica en una línea temporal que irá convergiendo hacia el clímax, bajo una precisión dramática que parece la contracara del aparatoso sueño-dentro-del-sueño de El Orígen. El acierto es permitir que las piezas encajen apenas por un instante y luego sigan su trayectoria. Aquí no hay relojería, hay encuentro heideggeriano.
Quien mejor acompaña esta discreción narrativa es el ignoto Fionn Whitehead, un joven soldado anestesiado durante toda la película. Su apatía tiene un efecto inverso en el espectador: deseamos su salvación más que la de cualquier otro personaje. La escena en la que se queda dormido mientras Harry Styles le habla es de una belleza tan simple como abrumadora. Así debería ser siempre el cine mainstream.