Dunkerque

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Logística del repliegue

Ya sabíamos de antemano que Dunkerque (Dunkirk, 2017) no iba a ser una típica odisea bélica de Hollywood, tanto por la misma presencia detrás de cámaras del extraordinario Christopher Nolan como por el simple hecho de que el británico ya había aclarado que el proyecto -de su propia cepa- le interesó en primera instancia porque involucraba un episodio algo olvidado de la Segunda Guerra Mundial en el que no intervinieron las tropas estadounidenses y que de por sí implicó una derrota monumental de las fuerzas aliadas frente al ejército alemán. No obstante existe otra dimensión que debemos considerar, que a su vez se erige como el núcleo de la película en su conjunto: el relato examina los detalles de la Operación Dínamo de mayo/ junio de 1940, una evacuación de soldados ingleses y franceses que abarcó unas 300.000 almas aliadas en total, circunstancia que en términos prácticos nos sitúa ante una de las pocas propuestas bélicas de la historia del cine centradas no en una avanzada sino en una mega retirada a raíz de la victoria germana frente a Francia.

La obra resultante es un verdadero prodigio de intensidad que por un lado funciona como el film más circunspecto de Nolan en materia narrativa y por el otro profundiza ese inefable “efecto bola de nieve”, léase la escalada de acontecimientos en secuencia que suele ocupar el tercer y último acto de sus realizaciones, hasta el punto de englobar la estructura del convite y marcar a fuego al desarrollo en su totalidad. Los 106 minutos del metraje combinan -siempre de manera fragmentada/ interconectada- los rasgos principales de la evacuación: primero tenemos al grueso de la milicia que espera en las playas francesas del título (un rescate que se extiende a lo largo de una semana), luego vienen los barcos que acuden para llevar a los soldados a Inglaterra (período que en la trama equivale a un día) y finalmente está el apoyo de la fuerza aérea británica para repeler los ataques de los aviones nazis, los cuales pretenden evitar la huida (aquí el cerco que traza la historia termina de cerrarse vía el accionar de los pilotos durante un lapso que no supera la hora de combate).

Como si lo anterior fuese poco para el paupérrimo cine mainstream contemporáneo de aventuras, acción y géneros aledaños, la propuesta va un paso más allá del simple relato coral porque cada uno de los personajes adquiere la forma de un arquetipo de su clase y así viene a representar a un grupo mucho más numeroso que el conformado por el sujeto en cuestión y sus compañeros inmediatos, esos que vemos en pantalla. Es decir, el guión del propio Nolan continuamente pasa de la desesperación de los militares en tierra, en eterna espera a ser recogidos por sus compatriotas, al ímpetu y la valentía de los civiles que intervinieron en la operación, cuyas embarcaciones fueron decomisadas/ requeridas por el estado inglés, y a los enfrentamientos propiamente dichos por aire, el único verdadero frente de batalla ya que -como señalábamos con anterioridad- el eje de la película es la logística macro de un repliegue militar que bajo la óptica del realizador se transforma en una misión de corte humanitario destinada a la melancolía del fracaso que se sabe digno.

Si bien la obra cuenta con un gran elenco que combina actores jóvenes (Fionn Whitehead, Damien Bonnard, Aneurin Barnard, Barry Keoghan, etc.) y estrellas de vasta trayectoria (Mark Rylance, Tom Hardy, Kenneth Branagh, Cillian Murphy, etc.), cada intérprete es funcional a esta dialéctica colectiva que en buena medida recupera aquellas narraciones de los comienzos del séptimo arte, en las que los pueblos eran los protagonistas excluyentes de la faena y los únicos verdaderos artífices de los cambios: precisamente por ello, Nolan jamás muestra en pantalla a Winston Churchill y su camarilla, en consonancia con su intención de mantenerse firme junto a los que padecen el sufrimiento, y asimismo obvia el recurso de demonizar a los alemanes, a quienes tampoco vemos en ningún momento en lo que podemos definir como la estrategia más arriesgada de todas las concebidas por el director para el film (aquí no hay despersonalización del enemigo sino un apuntalamiento de la sensación de un peligro exasperante que acompaña a los personajes en cada segundo).

En Dunkerque el británico hace maravillas con la angustia de la espera y la incertidumbre del no saber dónde caerán las próximas bombas, cuándo llegará el bando opuesto a la costa y desde qué flanco comenzarán a sonar los disparos de los fusiles, logrando un retrato muy complejo del ser humano bajo la presión de un entorno que no puede controlar y que amenaza con estallar -literalmente- por el aire. Aquí esa gloriosa edición caótica/ anárquica/ desprolija marca registrada de Nolan deja lugar a un montaje más sosegado que se corresponde con la calma antes de la tormenta, una que se vuelve visceral y pasa a estar enfatizada mediante la música inusualmente minimalista de Hans Zimmer, la fotografía esplendorosa de Hoyte Van Hoytema y una puesta en escena general casi desnuda de artificios digitales y basada en la inmensidad de los espacios abiertos y las aglomeraciones de hombres agobiados por el conflicto. En una época donde la mayoría del cine comercial es conservador, hipócrita y banal, el opus que nos ocupa patea el tablero regalándonos sinceridad, inconformismo y comprensión para con los ribetes de las tragedias populares y esa solidaridad que surge en los instantes menos pensados (el elogio de los civiles del final rankea en punta como otra de las tantas anomalías que incluye Dunkerque). Nolan se aparta del canon que él mismo había trazado y -contra todo pronóstico- vuelve a entregar una pequeña obra maestra que instaura su propia lógica a medida que avanza, desconociendo el cancherismo y la estupidez nostálgica que la circunda en la industria hollywoodense para posicionarse como una de las mejores y más logradas películas bélicas del nuevo milenio…