Drive my car

Crítica de Guillermo Colantonio - Funcinema

NADIE PARECE SER QUIEN ES A SIMPLE VISTA

Una gran adaptación es la que logra Ryüsuke Hamaguchi del cuento homónimo de Murakami, incluido en su libro Hombres sin mujeres. Y esto no tiene que ver con cuestiones de fidelidad, sino con tomar elementos del relato y potenciarlos en un universo aparte, el de la pantalla cinematográfica. Durante este viaje de tres horas (nobleza obliga: le sobra una en el medio) se cuenta la historia de un actor y director teatral, Yusufe Kafuku, que, tras la muerte de su mujer, acepta realizar un montaje de Tío Vania en un festival en Hiroshima. Y allí conoce a Misaki, la conductora que le asignan y con la que empieza a mantener largas conversaciones en el coche.

Uno de los ejes que atraviesa a los personajes es la dinámica propia del teatro (arte enfatizado de modo permanente en la ficción, una especie de herencia de las películas de Jaques Rivette), a saber, actuar/simular, ser, ¿dónde empieza cada intención y cuándo finaliza? Se refuerza esto con la condición actoral de los protagonistas, dispuestos a confundir los términos, a jugar si tomamos la doble acepción de play. “Todos actuamos, entonces”.

Los personajes de Murakami hacen honor a la sentencia de que nadie parece ser quien es a simple vista, pero Hamaguchi envuelve esta cuestión en hermosos pasajes de ensoñación, tristeza y soledad. Pero si todo fuera solamente una sumatoria de conceptos, estaríamos en problemas. Si hay algo que destaca a Drive my car es un flujo poético, hipnótico, que no hace falta racionalizar demasiado. Solo alcanza con entregarse a sus luces, a sus colores de melancolía y dejarse llevar por el viaje.