Dos noches hasta mañana

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

“Strangers in the night, two lonely people...”

Producida con fondos lituanos y finlandeses, Dos noches hasta mañana es un film concentrado en tiempo y espacio: la acción transcurre en menos de 48 horas en la habitación de un hotel, con esporádicas salidas al exterior. La ambición, sin embargo, es tan amplia como que se propone el menudo objetivo de abordar una cuestión tan vasta como las relaciones humanas en un contexto globalizado y de comunicación instantánea. Y lo hace mediante la interacción entre sus dos protagonistas, un hombre y una mujer en apariencia fuertes pero que en su interior esconden las fragilidades generadas por el bagaje de una vida compleja.

Ella es Caroline (la canadiense Marie-Josée Croze, recordada por Las invasiones bárbaras), una reputada arquitecta francesa a cargo del proyecto de remodelación del aeropuerto internacional de Lituania y enfrascada en una relación sentimental que atraviesa un momento no precisamente bueno. Su compañero de aventuras es Jaako (Mikko Nousiainen), un DJ en plena cúspide de su éxito, acostumbrado a conciertos multitudinarios y giras kilométricas, pero aquejado por el tedio de la soledad y la monotonía.

Ambos se conocen en el restaurant del hotel en el que se hospedan después de que él, ni lento ni perezoso, se acerque a la mesa de ella con un par de copas en mano. Se seducen, van a tomar algo, pasan la noche juntos, y al otro día se despiden con la idea de no volver a verse, pero el azar hará de las suyas sometiéndolos a un nuevo encuentro a partir del cual desnudarán los dobleces de sus personalidades. Claro que ese azar es en realidad el primer indicio de un guion de hierro que evidencia sus costuras aun cuando no quiera, y que guardará para sus últimos tramos un par de situaciones con olor a moraleja que obturan las aspiraciones naturalistas del relato. El tiempo compartido pintaba para convertirse rápidamente en una anécdota de viaje, en una válvula de escape ante esa realidad poco venturosa, hasta que las cenizas desprendidas de un volcán en erupción –situación que es también síntoma del peso metafórico de los elementos dramáticos– obliga a cancelar todos los vuelos, dejando a Caroline varada en la ciudad y sin lugar en el hotel.

Un segundo cruce en el lobby terminará con él invitándola a quedarse en su habitación primero y a compartir un par de paseos y su recital después. Esas caminatas serán el marco ideal para una serie de charlas que irán de lo general a lo particular, de lo banal e intrascendente a lo profundo y personal, parábola que marca una creciente confianza entre ambos y el descongelamiento de un vínculo finalmente íntimo y franco. O al menos a eso aspira el director y aquí también guionista finlandés Mikko Kuparinen, porque en realidad casi todas las situaciones que ellos revelan –y sobre todo el momento en que lo hacen– responden más a una búsqueda de impacto en el espectador antes que a la apertura voluntaria de sus personajes. Cosas que pasan cuando se piensa un film únicamente como un mecanismo destinado a puntear emociones.