Dos hermanos

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Que no se entere mamá

Varias razones acompañan las expectativas cuando de un estreno de Daniel Burman se trata, porque dentro del ámbito local este director -que apareció como uno de los referentes obligados a la hora de hablar del nuevo cine argentino- logró amalgamar, con el correr de los años y siete películas a cuestas, en su estilo cinematográfico tanto rasgos de aquel movimiento renovador como elementos y códigos de un cine más de tipo industrial con un modo de producción propio, siempre atento a las demandas del mercado aunque sin someterse íntegramente a sus modas y caprichos.

Dos hermanos, último opus del realizador de El abrazo partido, quizás sea el exponente más acabado para avizorar hacia dónde puede encaminarse -a partir de ahora- el cine de Daniel Burman, debido a que el director tomó el desafío de adentrarse en una temática de mayor espectro y profundidad (ya se vislumbraba en El nido vacío) que aquella que atravesaba su universo costumbrista con fuerte acentuación en elementos y tradiciones judías que claramente comienza con Esperando al mesías.

No es un dato anecdótico tampoco haber tomado de referencia un texto ajeno como la novela" Villa Laura" de Sergio Dubcovsky, más precisamente a sus dos protagonistas, para desarrollar una historia de amores, dependencias, celos, odios y secretos que emergen a la superficie luego de la muerte de la madre (Elena Lucena, pura vitalidad) de Marcos (Antonio Gasalla en el mejor papel de su carrera cinematográfica) y Susana (Graciela Borges, brillante).

Desde el primer minuto queda clara la relación utilitarista entre la manipuladora y ventajera Susana para con el resignado hermano Marcos, quien en una acalorada reunión de consorcio (donde su hermana es blanco de las críticas) se presenta en sociedad y la defiende. Luego, se despide de ella para cumplir su rol de hijo abnegado al cuidado de su madre Neneca, confirmando en su desplazamiento corporal el arrastre y cansancio acumulado durante mucho tiempo pero enfatizando silenciosamente esa suerte de obediencia debida tácita de los mandatos. Mientras, Susana se encarga de cerrar operaciones inmobiliarias de dudosa procedencia; esquiva con picardía las deudas y persiste en sostener la parodia de una mujer exitosa -en clara decadencia- a quien ya le pasó el cuarto de hora. Por eso, la muerte de Neneca resulta tan movilizante para los dos hermanos, quienes comienzan a experimentar cada uno desde su lugar la ausencia, la soledad y la incerteza del futuro si es que aún queda algo por recomponer o terminar definitivamente.

En ese difícil terreno de incertidumbre se para con oficio e intuición el cineasta tomándose el tiempo justo para construir a fuerza de sutiles matices a sus protagonistas que se adueñan de la trama de inmediato y sin grandilocuencia. Y ese es un mérito compartido entre los actores y el director por saber dirigirlos, así como por la confianza dispensada para no caer en los estereotipos o las sobreactuaciones tan tentadoras para este tipo de roles. Si hay algo que prevalece a lo largo del film es la sensación de verosimilitud, credibilidad y verdad de los personajes.

No faltan las dosis de humor negro, las escenas de intensa carga dramática y la atmósfera intimista que caracteriza al cine de Burman, quien saca a relucir su capacidad narrativa con una enorme carga emocional sin derrapar hacia las pendientes del sentimentalismo para concretar una película para un público masivo que no se traiciona a sí misma y transmite vitalidad y melancolía por un lado; homenajea -quizá sin proponérselo- a íconos indiscutibles del cine argentino como Lucena, Borges y Legrand desde un lugar nostálgico más que reivindicador.