Dos disparos

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

“Ni el tiro del final...”

La letra tanguera de Cátulo Castillo en el poema “Desencuentro” resulta ideal para titular acerca del protagonista adolescente de la última película de Rejtman. No es casual que ese tema esté reversionado por bandas generacionalmente más cercanas a los jóvenes observados por este particular realizador.

“Dos disparos” tiene muchos puntos de contacto con el primer film (“Rapado”), el primero del cineasta, integrante del Nuevo Cine Argentino, que después de la democracia retomada en el '83, incorporó a la cinematografía local una notoria renovación anticostumbrista. Aunque ambas películas parten de poner el centro en un adolescente, recorren en paralelo y muy ácidamente el contexto de los adultos que rozan al mundo de estos jóvenes.

Mariano tiene 16 años y el film empieza con él bailando solo en la pista oscura, cruzada por luces y ruidos. Luego vemos su solitario regreso en colectivo en una madrugada calurosa. Cuando llega a su casa, nada en la pileta mientras sólo un perro está pendiente de sus movimientos. Después se pone a cortar el pasto y hay un cortocircuito que lo obliga a entrar al garaje de la casa en busca de herramientas para poder arreglar la cortadora de césped. Al abrir una caja encuentra una pistola. Entonces va a su dormitorio y se pega un balazo en la sien y otro en el estómago, milagrosamente sin demasiadas consecuencias: apenas un arañazo en la sien (el balazo queda bien visible en la pared del cuarto donde se estrelló) y la del estómago queda alojada en su cuerpo, provocando derivaciones cómicas, cada vez que tenga que dar la explicación de que tiene una bala adentro.

Libertad narrativa

El film no arranca desde un punto de vista clásico sino que empieza por el intento de suicidio de un adolescente sin aparente jusfiticación; luego cambia constantemente de punto de vista y el protagonismo pasa a otros personajes. Se abren diversas subtramas que luego se pierden. Es cine de autor, que presenta una historia con tono y climas propios, sin demasiadas explicaciones y sin buscar mayor empatía con el espectador. Empieza siendo la historia de Mariano y de las repercusiones de sus actos, pero pronto empieza a girar hacia otros caminos. La trama inicial va dando paso a otras nuevas, algunas ridículas, otras no tanto, pero todas con toques humorísticos. A tal punto es así, que llega un momento en que los disparos iniciales parecen haber sido olvidados, en una comedia extrañísima con un componente dramático o un drama con condimentos humorísticos, pero que en cualquiera de los casos dibuja el retrato de una sociedad incomunicada. Como en sus obras anteriores, Rejtman nos introduce en un microuniverso donde el silencio es el gran protagonista, pero detrás de la impasibilidad visible hay mucha tela para cortar, donde no queda títere con cabeza.

Por otro lado

Como en toda la filmografía rejmaniana existe un gran cuidado formal: el montaje es prolijo, la fotografía interesante y el casting de actores justifica ampliamente su elección. El crescendo narrativo y el costumbrismo son reemplazados por un calculado movimiento de piezas en el que es notorio la minuciosa elección de los encuadres y la construcción de los planos, todo sustentado en un particular uso de la banda sonora, donde los ruidos ocupan mucho espacio y los diálogos son parcos. Aunque se apela a la voz en off, los personajes son esencialmente lo que hacen y no hablan.

Al espectador convencido de que el cine válido es solamente el que emociona y exalta; el que solamente es capaz de inquietarse con una intriga convencional y tranquilizarse con una moraleja final, seguramente le costará reconocerle méritos al cuarto largometraje de ficción de Martín Rejtman, porque su propuesta pasa por otro lado.