Dos disparos

Crítica de Adrián Kaplan Krep - A Sala Llena

Una casa con fondo y pileta. Una familia sin padre. Un pibe que, después de ir a bailar, encuentra un arma y se pega dos tiros. Uno en la cabeza, que erra y se incrusta en la pared. El otro en el estómago, que entra y se queda ahí, alojado. Así y todo, se salva.

Ese es el punto de partida de la nueva película de Martín Rejtman (Rapado, Silvia Prieto, Los Guantes Mágicos), que nace a partir de los dos disparos pero después se abre en abanico, mostrando lo que hacen los demás a partir de esos dos disparos: la historia de la madre, la profesora de flauta, el hermano, el novio y la amiga de la chica que el hermano seduce. Aparecen personajes y el director decide seguirlos y dejar atrás a los otros. La historia se abre pero siempre describiendo una curva que, al final, se cierra.

Con un montaje prolijo, correcto, que no da lugar a los saltos de edición, con una fotografía impecable y una iluminación al mismo nivel, la película transcurre su camino firme, de la mano de un puñado de buenos -y en su mayoría, desconocidos- actores.

¿Por qué los personajes que aparecen primero en la película tienen que ser los protagonistas? Rejtman sabe cómo escribir un guión. Las reglas sólo se pueden romper siempre y cuando uno las sepa de memoria. En el caso de Dos Disparos, no hay protagonistas. Los personajes entran en escena y el punto de vista cambia. Primero (como se decía más arriba), el chico y el arma. Luego, su hermano y su madre. Después, los integrantes del grupo de flauta barroca. Luego, el hermano conoce a una chica en un local de comidas rápidas. Después, la amiga de la chica que trabaja en el local de comidas rápidas. Luego, un viaje a la costa. Y así… Las situaciones se van encadenando unas con otras creando un universo repleto de matices y pequeños detalles que hacen que la parte se convierta en el todo. Detalles hermosos (mañas) que interpretados con maestría, como el caso de Fabián Arenillas, Claudia Cantero o Walter Jakob, hacen de estos personajes seres detestables pero a la vez -y en cierta forma rebuscada- queribles.

El espectador desprevenido puede llegar a pensar que Rejtman se olvida de los personajes que van quedando atrás en la historia pero no es así: todos están presentes todo el tiempo. Las historias se desvían. Cada vez que entra un personaje nuevo a escena sabemos que la cámara dejará de seguir la historia que nos estaba contando para entrar en este otro nuevo mundo. Ahora, cada nuevo mundo al que accedemos tiene un denominador común: la comunicación entre los personajes es la mínima necesaria. Los silencios, lo “no dicho”, incomoda. ¿Por qué? Porque cuando un personaje dice lo que piensa, nosotros lo aceptamos por explícito. En este caso, el silencio nos obliga a poner nuestro punto de vista sobre el mundo y nos lleva a llenar esos silencios con nuestras opiniones, con nuestros propios conflictos.