Dora y la ciudad perdida

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Dora la exploradora": aventuras para consumo familiar

A puro vértigo y con espíritu lúdico, la película recrea la serie animada que Nickelodeon popularizó a principios del milenio. 

"Todo bicho que camina va a parar al asador", escribió José Hernández, allá lejos y hace tiempo, en el Martín Fierro. Como si en Hollywood hubieran leído la obra más representativa de la literatura gauchesca, la consigna contemporánea de los ejecutivos es que todo producto audiovisual exitoso (series, videojuegos, películas, aplicaciones de celular y sigue la lista) vaya a parar a la pantalla grande. Más aún si se trata de uno de consumo familiar y con una marca ya instalada en el inconsciente de los más bajitos como Dora, la exploradora, la serie animada que Nickelodeon estrenó a principios del milenio y que durante ocho temporadas presentó las aventuras de una niñita de origen latino que atravesaba las mil y un aventuras junto a su primo, un monito y varios objetos parlantes.
Dirigida por James Bobin (el mismo de Los Muppets), Dora y la ciudad perdida comienza en algún punto de Perú donde aquella nena ya convertida en adolescente (Isabela Moner) vive junto a sus padres exploradores (Eva Longoria y ese eterno parteniare todoterreno llamado Michael Peña). La vida para ella es puro juego y alegría en la selva, un largo encadenamiento de paseos por senderos que conoce como la palma de su mano. Pero cuando mamá y papá le avisen que deberá mudarse a Estados Unidos para que ellos puedan ir en busca de Parapata, una ciudad inca perdida cuyas ruinas contienen un tesoro milenario, su vida dará un giro de 180 grados.
Al norte de río Bravo está el resto de su familia, incluido su primo Diego, el mismo con quien jugaba cuando eran chicos. Hoy, claro, las cosas son distintas, y el primer obstáculo a sortear será la rugosa dinámica interna de la high school. No la tendrá fácil ante la chica nerd que siente celos de su inteligencia y carisma, así como tampoco frente a ese chico timidón y víctima del bullying. Todos ellos terminarán forzados a aliarse cuando sean secuestrados en un museo por un grupo de buscadores de tesoros con conocimiento de quiénes son los padres de Dora, desatando así un inesperado regreso al terruño y, con ello, el inicio del núcleo duro de un relato que opera como la cruza entre Indiana Jones, Tomb Raider y Jumanji.
Velocísima y de una duración de "apenas" cien minutos, toda una rareza para una época donde los tanques multitarget promedio superan con holgura las dos horas, Dora y la ciudad perdida avanza a la manera de un videojuego, esto es, a pura acumulación de situaciones cada cual más difícil de atravesar que la anterior: de la huida de los "malos" junto a un supuesto amigo de sus padres (la superestrella mexicana Eugenio Derbez, también productor) a las arenas movedizas, de allí a una bóveda a punto de inundarse, y luego a las trampas del templo sagrado. Todo, se dijo, narrado a puro vértigo -por momentos demasiado: no le hubiera venido mal parar la pelota para ocuparse un poco más de sus personajes- y con un espíritu lúdico infanto-juvenil ubicuo que le permite entreverar varias situaciones inesperadamente graciosas. En especial aquella que, viaje lisérgico mediante, Dora y sus amigotes se convierten en los dibujos animados que supieron ser. Es, quizás, el momento más libertino de una película hecha a pura fórmula. Eso sí, una fórmula cuyos componentes están balanceados.