Donde viven los monstruos

Crítica de Santiago Armas - ¡Esto es un bingo!

La bestia interior

Apenas aparece el primer fotograma de Donde viven los monstruos y ya algo empieza a hacer ruido en la mirada del espectador. Los logos de Warner Brothers y Legendary Pictures (las compañías productoras del film) aparecen con garabatos dibujados encima, como si un chico hubiera estado haciendo algún lío con el negativo original. Inmediatamente nos vemos sorprendidos por la violencia con la que irrumpe la primera escena, con una cámara en mano nerviosa y a baja altura que sigue al protagonista de la película, un chico de 9 años llamado Max, mientras baja las escaleras de su casa desaforadamente y rompe todo a su paso en la persecución de su perro. Esta introducción, tan incómoda para lo que en principio iba a ser una película “para chicos”, nos está indicando algo vital para la visión de la película entera, y es el punto de vista que va a tomar el director para contarnos dicho relato.

En el cine para chicos estamos acostumbrados a una cierta mirada por parte de un protagonista infantil. Usualmente solemos ver cómo la imaginación de un chico que aún no llegó a experimentar los problemas de la adultez sirve como escape hacia un mundo mágico en donde se puede sentir seguro y resguardado de los problemas de la vida real (podemos citar ejemplos desde La historia sin fin hasta la reciente Alicia en el país de las maravillas, pasando por Laberinto, Mi vecino Totoro y Coraline). Lo que hace Spike Jonze, adaptando un popular cuento infantil de Maurice Sendak publicado en 1963, es completamente opuesto en estética y desarrollo a cualquier película de esta clase que se haya visto antes. La del cuento de Sendak es una historia básica, la de un chico de 9 años llamado Max que, al ser castigado por su mama por desobediente, crea un mundo en su imaginación en donde se declara rey de un grupo de monstruos gigantes y peligrosos. Lo que hizo Jonze es llevar esta premisa básica para contar, no una película para chicos, sino una película sobre lo que se siente ser un chico.

Yo no sé si otros habrán tenido la infancia que yo tuve, pero los recuerdos que más me quedan desde que tenía 7 años hasta los 13 son los de un chiquilín insoportable que quería hacer lo que él quisiera, y al que la disciplina de sus padres nunca le alcanzaba para frenar esas actitudes. Mi mamá siempre me recuerda hasta el día de hoy lo pesado e insistente que era para que todos los viernes de la semana me fueran a comprar un autito de juguete en el kiosco de la esquina de mi casa de aquel entonces. Por eso, cuando vi esos ataques de furia de Max al comienzo de la película, no pude más que sentirme reflejado en algún punto. Creo que esta es la primera vez que una película muestra a la perfección esa mezcla de inseguridades, miedos, alegrías y desbordes que tienen los chicos a esa edad. Cada monstruo que habita la isla representa diferentes aspectos y actitudes tanto de Max como de las personas más cercanas que lo rodean. Su espejo más visible será el monstruo principal, Carol, un ser tan descontrolado y sensible que necesita sí o sí de un rey que lo gobierne, que le ponga límites. Al declararse rey de su propio universo imaginario Max pareciera haber encontrado lo que siempre quería, deshacerse de los límites impuestos por el mundo de los adultos y tener el control absoluto de todo lo que lo rodea. En este caso, de las criaturas y sus tierras, a las que utiliza a su antojo para jugar a tirarse barro o edificar un fuerte en donde “vamos a construir una máquina que le coma el cerebro a los que no queramos que entren”, según sus propias palabras. Pero a medida que pase el tiempo Max se dará cuenta de lo difícil que es vivir en un lugar sin reglas ni supervisión y esto lo llevará a adoptar una mirada objetiva sobre sus relaciones con sus seres queridos y con el mundo real en el que vive.

El director no sólo es capaz de capturar esa sensación particular de ser un chico sino que (sobre todo cuando la película transcurre en la isla) la traslada a todos los aspectos técnicos y estéticos del film. Donde viven los monstruos no tiene ese típico diseño de película infantil, pulido y lleno de colores brillosos. Aca todo es sucio, caótico, desordenado. La fotografía de Lance Acord se vale de luces naturales y cámara en mano frenética en muchos pasajes, tanto los escenarios naturales como el diseño de los monstruos (otro gran mérito de Jonze es el de no usar nunca efectos digitales) nos hacen creer que este mundo es palpable, tangible, cercano a nosotros (a diferencia de la artificiosidad de la Wonderland de Tim Burton). Cuando vemos a Max en el bosque jugando con los monstruos, chocando con los árboles y cuidándose de no quedar aplastado por alguna de estas criaturas, sentimos temor por su vida (lo que extrañamente me hizo recordar a Jackass, programa del que Jonze fue productor).

Quizás esta no sea una película fácil a primera vista. Jonze no busca que salgamos de ver el film con una sonrisa ni con tristeza. Lo que provoca Donde viven los monstruos es cierta melancolía por eso que fuimos cuando teníamos la edad de Max, hasta que llegó el momento en que tuvimos que hacer un clic y liberar ese animal interior que todos llevamos dentro.