¿Dónde estás, Negro?

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

El universo de los ventrilocuos es muy particular. El arte, en sí, es lo de menos. Requiere de una técnica específica para hablar sin mover los labios y, usando un muñeco, hacer salir palabras como si fueran de la boca de la “criatura”. Cada ventrilocuo puede tener su estilo, su humor, su forma de entender el arte y el espectáculo de sentarse con un objeto inanimado en una rodilla y mantener conversaciones con él. Pero lo que es innegable es que hay algo extraño y curioso en la relación que se establece con ese muñeco (dummy o personaje) y en la personalidad de quienes se dedican a un arte que, básicamente, consiste en hablar con uno mismo en voz alta, tanto en público como en privado.

¿DONDE ESTAS, NEGRO?, el documental de Alejandro Maly, se divide en dos partes. La primera y más ligada al título se dedica a contar la historia de Chasman y Chirolita, el show de este tipo más célebre y popular en la Argentina, especialmente en los años ’70, con continuas apariciones en televisión, teatro y hasta en la industria discográfica. Esa primera parte del filme –que incluye entrevistas a Silvio Soldán o Santiago Bal, pero a nadie ligado a la familia del fallecido ventrilocuo, quienes parecen preferir no hablar de su vida demasiado– es un rico muestrario de esas increíbles historias que tiene el espectáculo en todo el mundo: los artistas ligados al circo, al vaudeville, al mundo de trucos, juegos y humor, personajes que con suerte tienen un momento de gloria y luego desaparecen del mapa. Todos parecen dar a entender que hay algo más en la vida y personalidad de Chasman –y hasta en su relación con su creación– pero todo queda ahí. Maly no tiene intención de descorrer un velo o una máscara para revelar alguna verdad desagradable, si es que esa existiera. Es una breve biografía del más popular de los ventrilocuos argentinos contada de una manera tradicional.

Es en la segunda parte donde ¿DONDE ESTAS, NEGRO? se vuelve más rica y curiosa. Allí, Maly ingresa al universo de los ventrilocuos y habla, visita y entrevista a decenas de ellos, cada uno con su estilo, con su forma de relacionarse con sus creaciones, con su humor y personalidad. Lo curioso del filme es que en ningún momento Maly, desde la puesta en escena o la fotografía, intenta imponer un tono extrañado, creepy o enrarecido a la película (sería muy sencillo engolosinarse con los aspectos más potencialmente perversos del asunto y filmarlo todo con planos de película de terror o tipo David Lynch), pero es inevitable que esos elementos aparezcan. Está en uno de los entrevistados, que admite tener con su muñeca una relación que va más allá de lo común, y también en otros que –por distintos motivos– tienen un apego a sus “dummies” (así le dicen en el negocio) que resulta entre raro e inquietante.

La curiosidad del filme es que siendo celebratorio de un arte y de sus cultores no puede dejar de mostrar el lado más personal y complejo que tiene una disciplina artística que, en algunos casos, parece bordear la psicopatología y en otros revela –de una manera más personal, íntima y hasta cálida– un cierto grado de tristeza y soledad que acompaña a muchos de los ventrilocuos profesionales o aficionados. Una simple pregunta como la que se hace sobre el final (“¿qué quisieran que pase con sus muñecos cuando ustedes ya no estén?”) devela hasta qué punto la relación entre los creadores y sus personajes tiene un fuertísimo componente, y hasta una dependencia, emocional.