Dolor y gloria

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

DON’T LOOK BACK IN ANGER

Si en su anterior película, Julieta, Pedro Almodóvar ya daba pistas de una bienvenida madurez, con la que dejaba atrás viejas obsesiones formales y estéticas para centrarse puramente en el relato y en las exigencias narrativas, en su último opus, Dolor y gloria, el cineasta español no deja de sorprender con un regreso a sus formas recurrentes pero desde una mirada clásica y sin los desbordes a los que nos tenía acostumbrados (y no hablamos de desbordes desde un punto de vista peyorativo, ya volveremos a eso). Si el cine -o lo cinematográfico-, por acción u omisión, siempre está presente en las películas de Almodóvar, no lo es menos aquí: el protagonista es Salvador Mallo (Antonio Banderas), un cineasta que atraviesa un proceso depresivo alimentado tanto por una acumulación de dolencias físicas y psicológicas, como por la reciente muerte de su madre. La posibilidad de reestrenar un viejo film suyo en la Cinemateca y de reencontrarse con algunas personas de su pasado, pero fundamentalmente con una infancia que vuelve en forma de recuerdos, pone a Mallo en el lugar del que intenta saldar algunas deudas y encontrar la paz consigo mismo. Y pone a Almodóvar, por cuanto entendemos a Dolor y gloria como un relato indudablemente autobiográfico, como un director capaz de mirarse el ombligo con absoluta honestidad.

Dolor y gloria es una de esas películas que son más difíciles de lograr de lo que parece a simple vista. Son tantas las líneas que podemos trazar entre lo que ocurre ahí y la vida del propio director, que el relato bien podría haber ingresado sin problemas en un territorio de lo más barroco o confuso. De hecho, el propio Almodóvar de La mala educación intentó lo mismo con algunas complicaciones. Pero esta etapa de Almodóvar es tan reposada, tan clásica si se quiere, especialmente luego de ese esperpéntico regreso a sus orígenes que fue Los amantes pasajeros, que no hay lugar para la confusión: Dolor y gloria avanza con una tersura que desarma, utiliza saltos temporales precisos y recurre a lo autorreferencial sin caer en lo narcisista, tal vez el mayor peligro que corría la película empezando por el look alter ego que encarna Banderas. Entonces entendemos a la película como un espejo del director, pero como uno que se anima a deformar la imagen y a reconstruirla con absoluto libre albedrío. El fantasma de Almodóvar atraviesa la película, pero nunca lo devora (y lo fantasmagórico es clave en el film, tanto en la sombra eterna que es el cine desde un punto de vista inmaterial como los recuerdos vaporosos del protagonista surgidos a raíz de algunas sustancias). En Dolor y gloria hay libertad, incluso de los mandatos de la estructura dramática.

Decíamos de los desbordes del cine de Almodóvar, que eran también marca en el orillo. Eso por lo que reconocíamos sus películas con sólo ver un plano, vuelve a estar presente aquí: los colores primarios en vestuario y diseño de interiores, el melodrama como ética y estética de los vínculos entre los personajes, las mujeres fuertes y apasionadas, las pasiones como un laberinto arrebatador. Todo esto está, decíamos, pero también es cierto que lo está en un plano mucho menos recargado. Almodóvar elige entonces, en una película que habla de él mismo, desvanecer los elementos que han constituido su cine, su “marca autoral”, para volverlos menos chirriantes. Con la sabiduría de un viejo, Almodóvar se hace presente sin volverse una caricatura, y comprende que al fin de cuentas la esencia es lo que importa. El director español deja de gritarnos a la cara tal vez por primera vez, para susurrarnos al oído, para contarnos su historia al oído. Y sin dejar de ser Almodóvar.

Ese viaje del autor es el mismo que emprende, al fin de cuentas, Salvador Mallo (lo de Banderas es descomunal, hay que decirlo). Que emprende y que aprende. Porque si hay algo clave en Dolor y gloria es el aprendizaje de poder mirar atrás sin estar enojado. La mesura, la amabilidad, el humor y la claridad de esta película maravillosa (el montaje de escenas compartidas entre Mallo y su madre en el hospital son la síntesis de todo esto) no hacen otra cosa que volver materia una sucesión de sentimientos. Como al protagonista, el cine nos ha salvado. Otra vez.