Dolor y gloria

Crítica de Ernesto Gerez - Metacultura

La evolución de un autor

En Dolor y Gloria (2019) desembocan muchas de las obsesiones de Pedro Almodóvar y por añadidura mucho de su vida. Cuánto hay de real no importa, su vida la viene contando desde hace mucho, pero el hecho de que vuelva a usar a un director gay de protagonista -como en La Ley del Deseo (1987), hace más de treinta años- la vuelve otra autobiografía marica instantánea. Su alter ego es Salvador Mallo, un Banderas que la rompe toda como nunca antes ni con Almodóvar ni con nadie, y que invierte su rol de la mencionada película del 87. En la primera escena lo vemos sumergido en una pileta, sin respirar, tal como el cadáver que nos narra Sunset Boulevard (1950); pero él está vivo y un poco escondido en su guarida decorada con cuadros reales de Almodóvar, tal como se refugiaba Norma Desmond en su mansión. “¿Si no vas a dirigir películas qué vas a hacer?” le preguntan; “vivir”, responde. Pero su vida está en pausa, por un lado, como en una terapia infinita con la mente puesta en un eterno retorno de los recuerdos de la niñez, y, por otro, con la melancolía latente de un amor truncado.

“A mi hijo le diría que primero haga guita y después se drogue, yo lo hice así, me volví adicto de grande”, dijo alguna vez en una entrevista Fat Mike, cantante de NOFX y adicto de viejo; el derrotero de Salvador es similar, prueba la heroína canoso y exitoso, y el caballo, una droga que te baja al subsuelo, paradójicamente lo levanta, lo saca de la pausa, le sirve como catalizadora de esos momentos de diván en los que revive su niñez al mismo tiempo que lo saca del bloqueo y la migraña, males que también padecía Guido Anselmi de 8½ (1963), otra de las tantas películas que se acomodan en el álbum de Dolor y Gloria como si fueran las figuritas del Hollywood de Oro que Salvador coleccionaba de pibe. Otro evento catalizador de su sacudón es una reposición de una vieja película suya que hace que al director lo inunden las dudas de sus viejas creaciones y se encuentre con Alberto Crespo (Asier Etxeandia), el protagonista de una de las ficciones dentro de la ficción; figura central del relato y el que le convida el caballín sin la jeringa que solemos ver en cine, sino en papel metalizado para que se lo fume en pipa.

Tal como pasó con Tarantino y Los Ocho más Odiados (The Hatefull Eight, 2015), lo de Almodóvar con Dolor y Gloria pareciera la cima de una evolución. Como si todas sus obras, algo de su espíritu kitsch, su pulso pop, las enfermedades, las pastas, las madres (acá de nuevo Penélope Cruz y Julieta Serrano) y la cinefilia, se superpusieran en un tetris de carne e ideas estético-ideológicas. En la ficción revisa una obra lejana tal como en Dolor y Gloria revisa y revisita La Ley del Deseo en un juego de metalenguaje y autoficción más totalizador y satisfactorio que sus recientes y también muy buenas Julieta o La Piel que Habito.