Dolor y gloria

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Dolor y gloria narra la historia de Salvador Mallo (Antonio Banderas, en la que muy probablemente sea las mejores actuación de su carrera como un claro alter-ego almodovariano), un director que ha conocido épocas de gloria y hoy está prácticamente retirado, mientras lucha -entre otros flagelos- contra insoportables dolores en la espalda y la cabeza que lo han sumido además en una profunda depresión que lo ha inmovilizado en más de un sentido.

A partir de la presentación en la Filmoteca de Madrid de una copia restaurada de Sabor, un film suyo rodado 32 años atrás y revalorizado como un clásico, se reencuentra con Alberto Crespo (Asier Etxeandia en plan Eusebiop Poncela), a quien no había visto desde aquel caótico rodaje. A pesar de las viejas peleas, ambos empiezan a compartir algunos proyectos laborales (como un monólogo escrito por Salvador que Alberto monta solo en un pequeño teatro off), pero también el uso de heroína (todo un tema para la generación de la “movida” española).

Dolor y gloria es una historia dura y emotiva, poderosa e intimista a la vez, que aborda cuestiones como la degradación física, la vejez, la relectura y resignificación de distintos momentos clave de la vida personal (desde las experiencias iniciáticas de la infancia hasta la forma de lidiar con la muerte de la madre) y la posibilidad de reencontrarse con los demás y con uno mismo.

Si esta descripción parece propia de un libro de autoayuda, lo cierto es que Almodóvar aborda estas temáticas con sutileza, austeridad emocional, múltiples matices y una inteligencia que ubican a Dolor y gloria entre las mejores películas de su dilatada carrera que ya supera las cuatro décadas. Un film de una solidez, una precisión y una convicción insoslayables (con algo de Ocho y medio, de Federico Fellini, y un homenaje a la lejana Arrebato, de Iván Zulueta) a cargo de un director en plena madurez artística.

Aunque Almodóvar ha sido elogiado desde siempre por sus incursiones en el universo femenino, esta suerte de cierre del tríptico sobre las desventuras de directores de cine que iniciara con La ley del deseo y La mala educación lo muestra igual de sensible en su retrato de las contradicciones internas, los miedos, las angustias y los traumas de los hombres cuando la madurez ya se confunde con los primeros indicios de una vejez que trae aparejados achaques físicos y miserias psicológicas.

Como dato de color, la película -un nostálgico canto al amor maternal, al poder del cine y a los amores perdidos- tiene múltiples conexiones con la Argentina: desde el esencial papel de Sbaraglia (un ex amante de Salvador durante tres años en su juventud) hasta una participación especial de Cecilia Roth, el diseño de Juan Gatti, la dirección de arte de María Clara Notari y hasta un fragmento de La niña santa, de Lucrecia Martel, que los protagonistas ven en televisión. Y es precisamente el Salvador ya cincuentón de Sbaraglia quien regala con un beso apasionado al Salvador de Banderas uno de los momentos más intensos de una conmovedora, inolvidable película que se ubica con contundencia entre lo mejor de una flimografía almodovariana que ya supera los 20 largometrajes.