Dogman

Crítica de Victoria Leven - CineramaPlus+

El noveno filme del realizador italiano Matteo Garrone, de repercusión singular por su película Gomorra (2008) vuelve, diez años después de este relato sobre la mafia napolitana, a visitar los submundos de la periferia de la actual Roma y basado libremente en los hechos reales del conocido caso del año 1988 “El delito del Canaro” crea esta violenta fábula llamada: Dogman.

El filme construye un mundo alrededor de la vida de Marcello que es el retrato de lo que muchas veces llamamos “un perdedor”, de esos seres frustrados y oscuros que encierran más rabia y más violencia que lo que cualquier salvaje puede imaginar. Tiene una vida gris y un local destartalado dedicado a la peluquería canina, donde cuida a esos animales como si fueran humanos. Marcello tiene una hija pequeña a la que -digamos- idolatra, y aunque su ex mujer lo detesta él se presenta en su mundo como alguien bondadoso y servil con quienes lo rodean. Tiene un grupo de amigos con los que juega al calcio y aunque no son muy legales en general los une una fraternidad con ciertos códigos. Son bastante barderos pues si no venden drogas las consumen y trabajan en cosas “más o menos lícitas”. Como en todo grupo están los de un bando y los de otro, no importa bando de que, más en el medio existe el típico amigo “border”: Simoncino quien acaba de salir de la cárcel. Definido por ser el más desmedido, el más violento, un tipo hecho de fibra rabiosa e ira en estado puro.

Su relación con Marcello es de mutua dependencia. Mientras el perdedor se somete a sus desmanes de humillación y violencia nos preguntamos ¿Qué es lo que está en juego a la hora de este vínculo sadomasoquista? ¿Es acaso que Garrone quiere que observemos cuál la medida de opresión que soporta un hombre mediocre bajo el iracundo poder de su inseparable amigo?

Tal vez no es ni la una ni la otra, lo que se urde es algo más profundo, algo que une a dos seres que parecen opuestos pero que no lo son, sino que aún en sus extremos aparentes están unidos por su esencia más profunda, anclada en la rabia y el rencor social. Fuerza rabiosa que dejan aflorar a través de este vínculo de víctima y victimario, en una lucha que termina subvirtiendo la relación dialéctica del amo y el esclavo.

La manera en la que Garrone compone sus personajes, en especial a este dueto protagónico maneja facetas expuestas de manera muy directa, cero sugeridas, donde se impone un retrato social de trazo grueso y acentuada condición de lo más miserable de un sujeto, sin rescates, ni matices que nos permitan vislumbrar alguna empatía en tamaña miserabilidad.

Identificarnos en algún punto posible con el disminuido Marcello o con el salvaje Simoncino se hace casi imposible. No porque el espectador no guarde en su mundo interno emociones como la ira o el rencor, sino porque el puente “hacia” los personajes está rotos en algún punto. Son tan reactivos que nos rechazan de manera indirecta y por ende la verosimilitud o la emocionalidad que el filme puede explorar en nosotros se diluye o se aleja sin solución.

El clima visual propone pasajes que relacionan el sujeto con el contexto creando un pulso de fuerte carga dramática, los espacios están cargados de una oscuridad dominante y el clima es denso como un territorio en decadencia.

Hay una clara intención de fábula en este filme, de armar una simbólica narración con estos personajes como arquetipos universales más allá de Roma y más allá de la anécdota real en la que Garrone se ha basado. En este mundo que él crea más real que sea lo percibido se presenta como recortado de todo vestigio de otras realidades.

Por Victoria Leven
@LevenVictoria