Dogman

Crítica de Maia Debowicz - La Agenda

El hombre que amaba a los perros

Matteo Garrone vuelve a construir con barroquismo un retrato de la violencia en Dogman, un policial basado libremente en un crimen de Italia en los 90.

“No demanda mucho esfuerzo el transformar a un ´perro de un solo amo´ en un ´perro de nadie´ ”.
( Agente del caos, de Norman Spinrad)

Katie Ledecky
Un primer plano de un enorme perro enojado, exhibiendo sus dientes filosos mientras ladra y gruñe es la ventana de entrada a Dogman. Blanco como un oso polar, el animal tironea de una cadena de metal amarrada a su peludo cuello que impide que huya del cubículo de concreto, donde un señor con delantal azul intentará bañarlo aunque el animal no quiera. En un espacio con poca luz, lleno de perros enjaulados que espían la escena con una extraña calma. Hombre y bestia luchan por alcanzar sus objetivos individuales: el perro quiere escapar lo más lejos posible del trapo húmedo, el humano necesita cumplir la misión de devolverlo a su dueño con olor a jabón. “Dogman”, anuncia el cartel de este salón de belleza para perros que dirige Marcello (Marcello Fonte). Quien cierra la puerta de la tienda con llave y cambia el interior por el exterior, mostrándonos el contraste entre la luz de tubo frío de su espacio y el sol radiante que hace brillar hasta el detalle más opaco del paisaje. Abierto y desértico como un decorado de western.

Preparar el lienzo

El protagonista de Dogman, el noveno largometraje dirigido por Matteo Garrone (Reality, Gomorra), baña a cada uno de los perros que le confían con delicadeza y hasta un alto porcentaje de amor. Les habla pausado, con un tono dulce. Enjuaga el shampoo que esparció por todo el pelaje con el suficiente cuidado para que no entre espuma en sus ojos. Incluso, le enseña con paciencia a su pequeña hija, Alida, a cortarles el pelo. Algunos perros parecen disfrutar el ritual, otros se muestran más rebeldes a ser domesticados por un hombre desconocido. Un hombre que, a pesar del esfuerzo físico que implica calmar a las bestias, parece amar su trabajo. Pero Marcello tiene una vida en paralelo que no tarda en revelar: a los siete minutos de metraje una persona que lo dobla en tamaño, de mirada esquiva y carácter prepotente, golpea la puerta de la tienda en busca de cocaína. “Te daré un poco pero luego tendrás que irte”, le dice a un visitante cercano: Simoncino (Edoardo Pesce), porque en el fondo del salón está presente Alida. Pero el hombre no le hace caso y se encierra en el baño para inhalar en un lugar cerrado. Marcello no puede poner límites, el otro le pasa por encima. En el mismo plano conviven dos ventanas traslucidas: a la izquierda la niña bañando al perro, a la derecha la silueta difusa del sujeto drogándose detrás de la puerta del baño. El director explica con la composición de una sola imagen cómo el protagonista está dividido entre dos mundos. El de un vínculo de sentimientos sanos y recíprocos, la relación con su hija, y otro que se construye a partir del sometimiento y el maltrato. Simoncino arrastra a Marcello a cometer actos delictivos que, aunque en un principio se niega, el mastodonte no le da la alternativa de elegir. En una de las escenas más impactantes de la película, el protagonista debe conducir su camioneta para que Simoncino y otro cómplice roben joyas de una casa vacía. Cuando salen, entre risas despiadadas, le cuentan que metieron en el freezer a un chihuahua porque no dejaba de ladrar. Apenas se bajan del auto Marcello conduce a toda velocidad hasta esa casa, se trepa por una escalera e ingresa a la propiedad privada sin pensar en el riesgo, con el único propósito de rescatar a ese perro de morir congelado. La secuencia no es corta: Marcello detiene el tiempo cuando rescata al chihuahua repleto de escarcha y comienza a echarle agua caliente. No reacciona instantáneamente, pero no le importa los minutos u horas que tenga que quedarse intentando salvarle la vida. Cuando el perro finalmente despierta se muestra agradecido y lo reconoce como su nuevo amo. Lo sigue para volverse con él, pero Marcello sabe que no puede llevarlo. Esa extensa escena describe el buen corazón del protagonista, tan diferente al de Simoncino. El monstruo, temido y odiado en el barrio, que tiene a Marcello atado a sus deseos y planes viles.

Pintar la tragedia

Basada libremente en unos macabros acontecimientos ocurridos el 18 de febrero de 1988 que impactaron a Italia, el “delitto del Canaro”, Dogman es un policial incómodo que pone el peso en la tragedia. La tragedia de Marcello es creer que es capaz de domesticar a la fiera, a Simoncino, al igual que lo hizo con el enorme perro enojado de la primera escena de la película. Marcello peca de inocente, es él quien está domesticado por Simoncino. Su amo. A Matteo Garrone no le interesa demasiado la crónica negra, ahondar en el crimen real ocurrido en los arrabales de Roma cuando un peluquero canino, de nombre Pietro De Negri, encerró en una jaula de su tienda a un ex boxeador amateur que lo martirizó por años. Asesinándolo luego de varias horas de tortura. Al director, que trabajó este proyecto durante trece años, lo conmueve construir lo que sucedió antes de ese hecho, qué llevó a una persona común a matar de esa manera.

Garrone eligió de protagonista a Marcello Fonte por cierto parecido físico con Buster Keaton: esbelto, con un rostro inexpresivo y unos ojos grandes que reflejan una profundidad impenetrable. No es casual, el personaje de la comedia muda siempre está luchando contra sus propias tragedias. Marcello no sonríe, mantiene su gesto rígido, al igual que Keaton en esa obligación contractual de la MGM, firmada en 1928. Obligándolo a no reír jamás, ni siquiera en apariciones públicas. Pero, a diferencia del cómico, Marcello no puede salir ileso de las circunstancias insólitas que lo ponen en peligro. Como tampoco cumple su contrato ficticio: cada tanto, muestra un poco los dientes, pero poco se parece esa respuesta a una sonrisa. Es toda la alegría que conoce, manifestada simplemente para agradar al resto. A su hija, a sus amigos del vecindario con quienes juega al fútbol una vez por semana, a una clienta. El trabajo del actor es poderosamente físico en Dogman: cómo rodea a los perros para bañarlos, la manera en que camina o corre en la cancha, su habilidad de escalar la pared de una casa como un trapecista de circo, y, en determinado momento, luchar cuerpo a cuerpo con Simoncino. Una impactante capacidad actoral que lo llevó a ganar el premio a Mejor Actor en el Festival de Cannes, en 2018.

La última pincelada

Como en la mayoría de las películas de Matteo Garrone, la violencia va invadiendo las paredes del relato, como si fuera una humedad tan dañina que no tarda en mutar en moho. En convertir al 70% de agua que compone el cuerpo del protagonista en agua negra y podrida. Dogman presenta una narración tensa, opresiva como el miedo que amenaza a cada paso al personaje frágil. El espectador se pone en el cuerpo de Marcello, pero también en la mirada de esos perros que observan con demasiada calma. Pensando que en cualquier momento puede suceder algo malo. Los ladridos de los perros funcionan como la música incidental que marca un pulso inconstante, haciéndonos parte de cada escena al revés de lo que suele ser: no estamos dentro del plano, sino que los elementos del plano parecen estar alrededor nuestro. Como si salieran de la pantalla. Los ladridos se escuchan tan cercanos que casi podemos sentir el aliento tibio de esos perros que dan ganas de acariciar

Antes de ser cineasta, Garrone era pintor. Por eso sus planos son tan obsesivos con el uso del color y la temperatura de la paleta. Amante del barroco, y en particular del tenebrismo de las obras de Caravaggio, el director recrea en pantalla grande una de sus más famosas pinturas: David vencedor de Goliath. El lienzo de 110,4 cm de alto x 91,3 cm de ancho pintado al óleo cerca del 1600 era una interpretación de un evento narrado en la Biblia: cuando el pastor David mata al gigante Goliat y corta su cabeza como símbolo de triunfo. Caravaggio añadió por su cuenta la imagen de los cabellos atados de Goliat, ya que ese detalle no aparece en el texto bíblico. Garrone hace explotar toda la violencia contenida de Marcello para que este hombre con exceso de cierta inocencia por fin se defienda de las garras del gigante. De su Goliat. No le ata sus cabellos, pero le ata su cuello con un collar de metal, sujetado a una de las paredes de su tienda. Con una iluminación lúgubre, donde los personajes emergen del negro, somos testigos de cómo Marcello le suplica respeto a Simoncino antes de matarlo, ruega recuperar su dignidad. A diferencia de David, él no le corta la cabeza al gigante, pero lo ahorca con el collar de metal. Y traslada su gran trofeo al hombro, como si fuera una media res, para enseñarle el cuerpo del Goliat de ese pueblo italiano a sus antiguos amigos del vecindario. Sin embargo, el paisaje está lleno de soledad. Desterrado como el último gran plano general de un western. Tal vez sea demasiado tarde para recuperar la dignidad y el amor ajeno. Salvo el de los perros, por eso en ese plano desolador, lleno de un silencio filoso que parece cortarnos la garganta, corre un perro moviendo la cola. El perro que tantas veces acompaña al actor de la comedia muda, sea Keaton o Chaplin. Dogman no es una película perfecta, tampoco busca serlo. Como Caravaggio, Garrone intenta pintar obras imponentes que podemos tardar una vida en atravesar por completo. Dejándonos enigmas que posiblemente no resolveremos jamás, como qué es aquello que esconde la profundidad impenetrable de los ojos de Buster Keaton y Marcello Fuente.