Dogman

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

"Dogman", más que un cuento de hadas

La obra del romano Matteo Garrone fluctúa entre dos tendencias dominantes. Por un lado la crónica realista de Gomorra, su obra más premiada, que una década atrás le dio un nombre definitivo en el mundo del cine. Por otro, lo contrario: la revisitación del cuento de hadas, tanto en la por aquí desconocida El cuento de los cuentos(2015) como en la versión de Pinocho que anuncia para fin de año. Fábula atemporal de rasgos neorrealistas, Dogman es la exacta fusión de ambas líneas creativas. 

¿Podría servir de antecedente Milagro en Milán, donde los habitantes de un barrio pobre volaban? No, porque Garrone no practica el neorrealismo mágico en Dogman. Escribe un cuento realista que puede leerse como fábula. ¿Qué fábula? La del hombre pequeño que intenta sobrevivir, apelando a una astucia que hay que ver si le resulta. Una historia de venganza mal encaminada, un relato de pérdida de la inocencia, un cuento terriblemente pesimista.

Tiene razón Garrone al asegurar (ver entrevista) que la escena inicial prefigura lo que vendrá. Lo primero que se ve es la boca bien abierta de un perro bravo, gruñendo y ladrando con la dentadura bien a la vista. Su oponente es un Pascualito Pérez en pelea con Tyson: un tipo pequeñito, cuya sonrisa frente a esos dientes parecería la de un disminuido mental. Todo lo contrario, el hombrecito, que casi se pierde en el plano general que lo cobija, no se arredra ante el fiero oponente. Por el contrario, lo “trabaja”, como un boxeador listo frente a otro más fuerte. 

La escena tiene lugar en un local lleno de perros, todos en sus jaulas, y el hombre pequeño quiere lavar a la bestia, que no deja de tirar mordiscones al aire. Como una Scherezade sin cuentos para contar, el curioso personaje va amansando al pitbull (¿o es un dogo?) con palabras suaves y una caricia con el secador de pelo que resulta una forma dulce de noqueo. La bestia está encantada, la paciencia y la astucia surtieron efecto. Pascualito Pérez le ganó a Tyson.

Enseguida aparece el pitbull humano, un ropero con la nariz partida que le reclama a Marcello una dosis de cocaína y no hace ningún caso del pedido del otro, de irla a consumir a otro lado. Marcello (Marcello Fonte) vive del lavado y peinado de perros, y por lo visto hace algunos pesos extra vendiendo polvo blanco. Con menos de 1.60 de altura y sonrisa llena de dientes, Marcello es un uomo gentile, que adora a su hija y parece feliz así como está, con su vida de separado solitario y su trabajo de coiffeur animal. 

Pero es un hombre frágil, que no podrá decirle que no a la bestia humana de Simone (Edoardo Pesce, una presencia terrible), que quiere hacer un boquete en la medianera de la peluquería, para llegar a la joyería de al lado y levantar lo que haya. De allí en más es la historia de David, derrotado por Goliat y reclamando revancha. Otra vez Pascualito contra Tyson, con la diferencia de que ahora Pascualito cree que puede ganar por vía de la viveza, en un terreno demasiado próximo al del rival.

Para mantener el símil pugilístico (son tiempos de Monzón) podría decirse que en su puño derecho Garrone lleva a Marcello Fonte, uno de esos actores que son de por sí media película. Con enormes ojos tristes, Fonte es una especie de arlecchinocaído sobre un balneario en desuso. Marcello es demasiado dulce para el mundo contemporáneo, el punto exacto en el que lo funámbulo choca contra lo real. Con la izquierda el realizador de Gomorra trama la puesta en escena, asentada en una esquina, a la que da el negocio de Marcello, que parece, en el desierto de su mínima zona de juegos, una ochava de la luna. Triste y desolada. 

Esa tristeza, esa desolación anticipan la expresión de Marcello cuando descubra, como un gato que ofrenda la presa al dueño, que el suyo es un regalo que nadie espera. Garrone sostiene largamente el plano sobre ese rostro, el de alguien constatando que la vendetta no es un juego con ganadores, y en la expresión de Fonte halla la callada moraleja de esta fábula.