Doctor Sueño

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

ENTRE STEPHEN Y STANLEY

Contrariamente a lo que podría pensarse en un vistazo inicial, Doctor Sueño no es una secuela cualquiera, o más bien, no sigue los parámetros habituales. Por un lado, adapta la premisa y la estructura narrativa de una novela de Stephen King que funciona como continuación de El resplandor, uno de los primeros –y más emblemáticos- éxitos literarios del autor. Por otro, no deja de referenciarse en la iconografía de la adaptación cinematográfica de 1980 dirigida por Stanley Kubrick, a la que (vale la pena recordar) que King detestó y detesta. Es desde ahí que se va constituyendo en una suma de contradicciones constantes, con las que lidia de manera ambivalente: por momentos abraza, acepta y explicita sus propias ambigüedades, y en otros pasajes parece sentirse un tanto incómoda con lo que tiene para contar.

Hay un punto de partida que coloca al film de Mike Flanagan en un lugar distinto al de Kubrick y más cercano al de King, que se da a partir del protagónico: si la película de 1980 era más un retrato sobre la progresiva entrada en la locura del padre y marido alcohólico que era Jack Torrance, el libro era un drama familiar donde la disolución de un matrimonio, la caída final de un padre y marido y el horror cada vez más potente emanado por un hotel maldito eran observados por el lente que implicaba la mirada de un niño con poderes sobrenaturales. El verdadero protagonista de El resplandor para la pluma de King era el hijo de Jack, Danny Torrance, y eso lo termina de ratificar en Doctor Sueño, que sigue a un Dan ya adulto (Ewan McGregor), tratando de lidiar con los traumas de su pasado, repitiendo algunas miserias de su padre –el alcoholismo, la ira a flor de piel, la vocación autodestructiva- pero buscando posibles caminos para su redención. Es por eso que termina recalando en un tranquilo pueblito donde encuentra contención, amistad, apoyo y hasta un propósito: guiar a los ancianos de un geriátrico a una muerte pacífica. Sin embargo, no puede escapar por completo de sí mismo, ya que establece contacto con una niña con poderes parecidos a los suyos y, al mismo tiempo, con una organización siniestra, el Nudo Verdadero, que se alimenta de gente como ellos para mantenerse inmortales.

Flanagan va desarrollando todo este marco de dilemas personales y conflictos entre fuerzas antagónicas de manera bastante pausada, incluso preocupándose por darle una entidad palpable a los villanos, que a pesar de sus actos horripilantes no dejan de tener un particular sentido de comunidad, solidaridad y pertenencia. A la vez, no deja de incurrir en subrayados excesivos en algunos diálogos –que por momentos amontonan lecciones de vida-, secuencias puntuales de horror y hasta ideas visuales (como la forma en que se retratan las mentes de las personas) que le quitan verosimilitud al relato. Tanto en lo virtuoso como en lo defectuoso, Doctor Sueño no deja de evocar a la escritura de King, que suele caer en palpables desniveles en sus narraciones.

Pero Flanagan no puede dejar de lado la iconicidad de la película de Kubrick y eso se nota particularmente en la media hora final, donde intenta una operación de confluencia entre el imaginario cinematográfico y el literario. O más bien una mutua corrección –y no tanto complementariedad- entre ambas fuentes, que no llega a funcionar del todo. En esos minutos finales, prevalecen los parches, escasea el miedo y el drama interior luce forzado, arribando a una resolución definitivamente desangelada. Secuela problemática en su composición, casi vampírica en su entramado estético y narrativo, Doctor Sueño aprueba con lo justo más por la suma de las partes que por su totalidad.