Distancia de rescate

Crítica de Miguel Peirotti - A Sala Llena

“Me gustó desde que la vi”, dice Amanda, que es la española María Valverde, de Carola, que es la argentina Dolores Fonzi. Valverde y Fonzi se baten a un duelo interpretativo leudante y turbio; sendos personajes intercambian indefensión y letalidad cuando lo necesitan, porque cada una sabe lo que debe hacer. Es probablemente la actuación más visceral de Fonzi en años. Pero Distancia de rescate no es de base una película sobre el amor tórrido y carnal entre dos mujeres (no dirige un varón con su carga de subconsciencia libido-asociativa), si bien las dos talentosas actrices protagonistas conspiran en pantalla para generar una presencia sincrónica y (al)química que derrama sudor de inquietud y romance potenciado. Esta es la óptica de una mirada distinta a la que estamos acostumbrados como espectadores, o sea, la de una cineasta. Por lo demás, Distancia de rescate excede el binarismo que propone un género del cine cuando se sirve codificado; coexisten varios subgéneros en este equilibrado potaje brujo de referencias: drama filial, lesbo-thriller (sí, pero en pocas gotas bajo la lengua), melodrama romántico, alegato ambiental, drama rural, tragedia fantasmagórica, suspenso psicológico tras la huella de la niñez gótica de Henry James.

Terror.

Poco terror, pero suministrado con la discreción de un síntoma foráneo, acaso demasiado anglosajón para el balance del conjunto. Escuchamos hablar a un niño, con su matiz de inocencia existencialista, con sus dudas neonatas registradas en el timbre de la voz. Pero la inocencia en esta película termina resultando un tejido cancerígeno, que no hará falta extirpar porque se hará pedazos, solo, ante la realidad pecaminosa y sórdida del mundo adulto y sus telarañas de complejidades, de realidades superpuestas, unas falaces, otras veraces, dentro de las que danzan reglas sociales que sedimentan un comportamiento mental esquivo que la niñez aún no ha asimilado. Trascendido en el continente latinoamericano el fracaso estético rotundo del Realismo mágico en el cine (del que formó parte el tío famoso de Llosa, Mario Vargas), con esta anomalía de géneros puesta en escena con la seguridad de una punta de lanza de un porvenir auspicioso, hasta sería posible un sueño húmedo de un probable Realismo fantástico, de un cine de misterio impregnado en lo visual de una atmósfera vaporosa, impresionista, soleada, bucólica, como si todo ocurriera en el paréntesis de una duermevela registrada bajo la plena luz del día –y no en los vértices y pasillos de caserones decimonónicos oscuros, por la noche–, una maniobra en el uso de la luz y el encuadre panorámico que fue la médula preciosista del mayor clásico del fantaterror de la primera mitad de los setentas del llamado Australian Revival, Picnic en las rocas colgantes (Peter Weir, 1975), que podría replicarse de este lado. Nos situamos lejos de Oceanía, pero somos parientes hemisféricos, por qué no fantasear (justamente) con un imaginario de un Horror meridional afectado por los mismos fantasmas identitarios, lo “fantalatino” mancomunado con lo “fantaustraliano” en una resistencia cuasi-utópica contra la colonización cultural.

Sin vestidos victorianos ni visillos o juegos de té exuberantes, en plena actualidad, la cuarta película de la directora que ganó el Oso de oro en Berlín con La teta asustada, rubrica una trayectoria de poco más de una década signada por la coherencia plástica de un cine tímidamente regionalista (la radicación de Llosa en Barcelona parece tener la influencia de un mero código postal), por abordar temáticas y psicologismos nuestros, y de temple femenino, por explorar en la sensualidad e inteligencia de la mujer sin contaminaciones de mercado o apropiaciones de género inconvenientes, como hacerla portar un arma y que se comporte como un “hommo-predator” con tetas prominentes y encuadradas por sexistas, no asustadas; no hace falta filosofar para saber que la mujer en general puede hacer cosas que el varón no puede, y en esa retórica dicotómica de pragmatismo se instala, no el argumento sino la atmósfera de la película, tangible de recargada y confiable como un espejismo en el desierto. En resumen, Llosa no invierte ni un segundo de vida en intentar una internacionalización vulgar, exportable y banal –a pesar de que esta coproducción tiene dinero estadounidense–, si excusamos la música ubicua y resaltante –un mal de nuestra era– de Natalie Holt.

Llosa, quiera o no, acaba de hacer una de las películas latinoamericanas de misterio y enajenación más promisorias en mucho tiempo, realmente una rareza, una excentricidad con personalidad. El casting del niño es otro detalle: terroríficamente efectivo o efectivamente terrorífico, adhiere a una costumbre de manual del Fantastique que viene por lo menos desde Freaks de Todd Browning, pasando por Venecia Rojo Shocking de Nicolas Roeg, hasta El legado del diablo de Ari Aster: incluir persona(je)s con rasgos faciales no canónicos, divergentes (todo acentuado por el maquillaje a veces, no somos ingenuos), ligeramente deformes o de un exotismo poco visualizado. Calcular que el cine hizo (¡hace!) explotación hasta de los albinos cuando requiere presencias ominosas.

Entronizar a Llosa en un proto-Olimpo del futuro del cine de misterio en Latinoamérica (o Iberoamérica, dado que hay dinero español también en esta producción) no sería decir demasiado en tanto no existe, conformada, articulada, viva, pujante, organizada, retroalimentaria, una tradición actual sólida de un Fantástico panregional de consumo interno. Y materia prima hay de sobra, empezando, por ejemplo, en los mistéricos dominios folclóricos de las sabidurías de sanación antiguas y legendarias cuyo génesis se remonta a los tiempos previos a la hecatombe geográfica que terminó conformando la América de hoy junto al resto de los continentes. De allí surge, por ejemplo, el personaje de la chamana, que interpreta la totémica actriz de raza Cristina Banegas, una bienvenida intromisión de la alter-realidad telúrica de las civilizaciones pasadas que James Wan no dudaría en redituar como spin-off. En la Latinoamérica ruidosa, colorista y efervescente, el continente sí marca el contenido: muchos vinimos genéticamente de Europa, pero espiritualmente, temperamentalmente hemos sido receptáculos de contaminación gradual de signos de una tradición arraigada desde lo precolombino, o incluso más allá, desde lo precristiano. Llosa, con el poder psicoactivo de la ayahuasca, hace su propio pase de chamana también.