Directo al corazón

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

La tragedia del hombre ridículo

Se sabe que los géneros ya son un asunto agotado. Tienen una dinámica propia que como espectadores captamos inmediatamente. En todo caso, ante una nueva película producida dentro de un contexto industrial, las expectativas se concentran en la posibilidad de hallar un tratamiento honesto y una capacidad artesanal para disimular las reiteraciones. En el caso de la comedia (modalidad subestimada si las hay), la risa cómplice de la platea es un parámetro para determinar su éxito aunque nos gustaría pensar que no el único ni el más importante. Y si vamos un poco más lejos y jugamos con la versatilidad de los moldes genéricos, podríamos arriesgar que toda buena comedia es una tragedia vista con otros ojos, captada con una lente diferente. En este sentido, Directo al corazón (el título evidencia un nuevo caso de astucia comercial pacata) contiene todo aquello que pertenece al universo moral de las comedias (situaciones graciosas, gags bien insertados, personajes estimables, pareja con buena química, final reparador) pero no se resigna a ser un muestrario más de dichas constantes y es ahí donde gana terreno, humanidad y solidez.

La historia que funciona como motor está basada en un caso “un poco real” (como reza la advertencia inicial) y es insólita. Un cantante folk confiesa que su principal influencia en las composiciones ha sido John Lennon; este le envía una carta en 1971 que nunca le llega porque es interceptada y vendida por algún inescrupuloso intermediario. Muchos años después llega a sus manos gracias al representante. Al Pacino interpreta aquí a ese cantante pero devenido en un rocker decadente. En la primera escena lo vemos salir a un show. Las canas teñidas, la faja para ocultar la barriga, el whisky, la cocaína y el colorido traje son las primeras señales dentro de un mundo que se resiste como puede ante el inexorable paso del tiempo. Indudablemente no ha envejecido bien. La pericia del director queda en evidencia cuando en medio de un show, donde las señoras mayores festejan su hit preferido, nos involucra en la mirada del protagonista hacia esa patética muestra de cariño e introduce un corte abrupto. El rostro y el físico exhaustos de Danny Collins en el camarín, los ojos extraviados en el vacío, hablan de un crudo presente, de un cuerpo gastado, de la fama en estado terminal, es decir, de sentirse ridículo. Es la delgada línea que separa la comedia de la tragedia, el primer signo de un vaivén que oficiará como eje en la película en un acertado equilibrio, para que no nos quedemos de un lado ni del otro. Y al mismo tiempo, la elección de Pacino es una buena forma de ejercer la autorreferencia como dispositivo de representación en la medida en que el actor también se encuentra (a juzgar por los últimos roles interpretados) frente al dilema del paso del tiempo. De manera tal que ambos espacios, el ficcional de la pantalla y el del mundo real, se funden en su cuerpo, a través del cual podemos leer los signos del peor de los ocasos: la extinción de la fama y la lucha por hacer frente al olvido en el mundo del espectáculo. Es por eso que Danny Collins toma la decisión de apostar a nuevos rumbos a pesar de no poder despegarse enteramente de lo anterior.

Desde esta perspectiva, la historia sigue carriles reparadores que si bien nunca desbarrancan no dejan de ser bastante convencionales (la recuperación de la familia, una nueva historia de amor), pero igualmente nunca abandona esta mirada sobre el paso del tiempo y las dificultades que ello conlleva. Hay una melancólica canción que se gesta en paralelo a dichos cambios, la que marca el ritmo otoñal de esta faceta, un delicado tema con el que lucha Collins, un contraste visible frente a la demanda festiva de un público anclado en el pasado. Fogelman demuestra una vez más inteligencia (siempre sin renunciar a la calidez) al ofrecérnosla dosificada, nunca entregada con moño para satisfacer el lugar común. También aparecen las canciones de Lennon: la inclusión de las mismas funciona mayormente con un extraño efecto de contraste, puesto que no son meras melodías de acompañamiento. De este modo, las letras evocadas irrumpen en una situación que puede ser opuesta (Beautiful boy en medio de una encarnizada y cruel discusión entre padre e hijo) y hasta irónica (Working class hero en el regreso del rocker a su lujosa mansión). Y es que el mismo dilema de Collins en mayor escala ha sido el del ex Beatle: cómo lidiar con la incompatibilidad entre el compromiso y el lujo. Collins, a través de Pacino, ha llegado a la vejez para indagar en la posible respuesta y redimirse como se pueda acompañando a la familia de su hijo relegado por la fama; Lennon, no. Cuando (tal vez) había hallado el modo, lo asesinaron.

Volvemos al principio. Los géneros son nomenclaturas acomodaticias, formas de clasificación. La reiteración de sus reglas habla también del paso en el tiempo. Sólo resta esperar en cada ocasión, más allá del legítimo disfrute momentáneo, que nos inviten a mirar detrás de la cortina, a descubrir esa mueca que se oculta detrás de toda sonrisa. Fogelman acaso nos lleve por ese sendero.