Dioses de Egipto

Crítica de Fernando Sandro - El Espectador Avezado

Hay películas que nacen mal desde su mero anuncio. Ya cuando meses, se corrió el rumor en Hollywood de la intención de realizar una aventura épica protagonizada por dioses egipcios; deben haber sido muy pocos quienes se entusiasmaron. La confirmación de Alex Proyas (El Cuervo, Ciudad en Tinieblas) levantó las esperanzas que la llegada de los trailers terminó por desterrar. Nada, ninguna baja expectativa, ninguna intención mordaz, podría imaginarse ser tan “superada” por el resultado.
Sobre el punto más controversial, tenemos un producto que posee cero rigor histórico en todo sentido. Los personajes tienen actitudes y llevan una vida bastante similar a la actual, el léxico tampoco es muy diferente, los actores son un cúmulo de “no estadounidenses” de varias partes del mundo, ninguno de procedencia persa o árabe. Aun así, esta falta de compromiso veraz se convierte en un punto menor en el desarrollo.
Dioses de Egipto nos presenta un mundo en el que humanos y dioses conviven. En el que los segundos forman una suerte de linaje de realeza y asumen el rol de monarcas. En este contexto, se nos ubica en la asunción de Horus (Nikolaj Coster-Waldau) como nuevo rey; cuando en medio de la ceremonia irrumpe Set (Gerard Butler), el despiadado hermano de Horus, condenado a vagar por el desierto por su abuelo Ra (Geoffrey Rush).
Set asesina a su padre, quita ambos ojos de Horus (su supuesta fuente de poder) y lo condena al ostracismo asumiendo él en su lugar.
Del lado de los humanos nos encontramos con los heroicos y plebeyos Bek (Brenton Thwaiters) y Zaya (Courtney Eaton), una parejita que ingenia un plan para robar los mencionados ojos y restituirlos a su dueño. Tragedia mediante, Bek y Horus formaran un dúo de buddy movie para recuperar lo que les pertenece a cada uno.
Los guionistas Matt Sazama y Burk Sharpless crearon una historia de intrigas palaciegas bastante reiterada, en medio de un universo en el que los dioses/realeza se comportan y son como una suerte de superhéroes y supervillanos. Cada uno tiene uno o más poderes especiales distintivos, se transforman en algún monstruo o animal, y hacen aparecer unas armaduras muy, demasiado, similares a la de los recordados Caballeros del Zodíaco. El tipo de batallas que se libran corren por el mismo carril, lejos de ser épicas con centenares, miles de soldados participando; son peleas cuerpo a cuerpo, donde ambos dioses se miden y destruyen todo lo que tienen a su alrededor.
Los diálogos tampoco ayudan, enfatizados por una partitura compuesta por el todoterreno Marco Beltrami que mezcla unos monótonos acordes de épica junto a otros más propios de gags humorísticos; de la boca de los personajes salen frases que pretenden ser graciosas, cancheras, o carismáticas; cualquiera de los tres adjetivos no llegan a lograrse.
Si por algo se lo conocía a Alex Proyas (aunque últimamente ya venía cuesta abajo) era el cuidado en sus puestas en escena. El juego de colores, la expresividad de las imágenes, los conceptos claros en tonalidades. Dioses de Egipto nunca se define, abundan los dorados (la sangre de los dioses es oro líquido) y el lente rojo. Luce sobrecargada pero jamás impactante. Hay imágenes en el espacio, ríos flotantes, naves conducidas por pajaritos, dioses alados, universos subterráneos, arenas voladoras, y los mencionados monstruos y armaduras estrafalarias, quizás todo puesto en un mismo plano; pero nada de eso causa un impacto visual, empalaga y se nota que abusaron de efectos digitales de un nivel más bien bajo.
El rubro interpretativo es el típico de este tipo de propuestas, los actores son obligados a pronunciar líneas indecibles y no se esfuerzan en hacerlas creíbles. La creación de personajes es nula, son unidimensionales y con el sólo propósito de cumplir el objetivo que la historia puntual les depara.
Realmente cuesta, pero no hay nada a destacar dentro de Dioses de Egipto. Lo peor, su falta de timing y ritmo de aventura, sumado a su extensa duración, hacen que se transforme en un bache aburrido que ni siquiera llega a completar el divertido círculo del “tan mala que es buena”.
Las expectativas pueden ser bajas, pero películas como esta siempre nos demuestran que se puede esperar menos y menos.