Diletante

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Un rostro no es un objeto. Un rostro es un sujeto, es un sujeto, es un sujeto. Witold Gombrowicz

La primera película de Kris Niklison es un prodigio. Falta hacer el intento de precisar de qué clase de prodigio se trata. Animada íntegramente por una belleza secreta, casi fantasma, a Diletante le alcanzan tres o cuatro planos para establecer de manera implacable la política de su forma y el diagrama ético que ha de regirla. La directora filma a su madre, que vive prácticamente sola en la provincia de Santa Fe, en una casa frente al río Paraná. La madre tiene ochenta años, pero la palabra anciana no parece aplicarse de modo pertinente en este ocasión. La cámara de Niklison la observa afanarse serenamente sobre las piezas de un rompecabezas, leer La Nación, comentar admirada la pinta de Sadam Hussein en una foto en internet, armar una sierra eléctrica recién comprada o mandar con perfecta destreza un mensaje de texto.

Una de las cosas que hacen extraordinaria a esta película es que, en su admirable gesto de curiosidad, parece estar devolviéndole al cine nada menos que la potestad para el registro minucioso de aquello que, si no se lo ve a tiempo, se pierde, se escapa, desaparece de la vista, acaso para siempre. Pero eso no es lo único. A menudo puede suceder que los documentales que se ocupan del retrato de un personaje digan menos del retratado que de quien está detrás de cámara. Es una tentación genuina y siempre latente esa. En Diletante, la directora despacha el asunto mediante el trámite de poner su voz en off durante los primeros minutos de la película. Sobre imágenes del gay parade de Ámsterdam, lugar en el que vivió, según nos informa, Niklison hace el esbozo veloz en primera persona de una vida (la propia) al tiempo que da señales del porqué de una elección; de paso, el prólogo resulta una deliciosa filigrana cuya brevedad se solidariza con su contundencia, y en la que conviven un cosmopolitismo espectral y un desparpajo que puede resultar tanto agresivo como adorablemente entusiasmado (y que tan bien conocen los que la han visto en las presentaciones de la película, sacándole fotos al público dentro de la sala y dispuesta a hablar después de la proyección con todo ser vivo que se le acerque).

Pero, enseguida, en un pase de manos imperceptible, la vitalidad carnavalesca del desfile deja paso a otra cosa. Algo queda claro a partir de allí: la película se trata, al fin, de cuerpos. Ese es su tema y el motivo principal que recorre sus imágenes. Cuerpos anónimos que se sacuden y se exhiben brevemente al ritmo de la música o cuerpos familiares como el que aquí se ve retratado, cruzados por arrugas venerables, sentados junto a una ventana en la calma de una siesta de provincia. Lo mismo da. Esas dos secuencias que oportunamente se pegan lo dicen y el montaje en esta oportunidad no miente. Niklison ha establecido de una vez su lugar como cineasta: a partir de allí sabemos quién sostiene la cámara, quién observa. Con inesperada elegancia, la voz de la directora se esfuma y deja lugar al de la madre, que además demuestra ser una charlista consumada (la hija heredó eso, se ve) y cuyos diálogos con una un empleada doméstica en permanente fuera de campo, la mayoría imperdibles, constituyen la columna vertebral de la película. Sin mirar jamás a cámara, la mujer se explica, ratifica con firmeza sus gustos personales, hace un poco de historia familiar o expone el alivio de un humor ligero, grácil, a modo de última frontera levantada en contra de la muerte. A un primerísimo plano de su cara puede seguirle el de un árbol recortado contra el cielo: la directora mira pero también mira su madre (y nosotros con ella), y en ese juego en el que el espectador se desdobla es que la mirada ajena se le vuelve perturbadoramente propia. Son cosas del cine. En tanto, vemos pasar al casero, primero de derecha a izquierda del plano. Más tarde, en sentido contrario. Desde su pequeño matriarcado dentro de esa casa que seguro ha conocido tiempos mejores, las dos mujeres unidas por el hilo de la conversación (esa forma mediante la cual lo humano se hace ver de manera inapelable), se burlan un poco, con una malicia llena de cariño, del comportamiento y de los tics del hombre.

Es verdad que de tanto en tanto Niklison no se priva de algunas piruetas que parecen un poco deslucidas e innecesarias (simpáticas al fin en su irrelevancia), como anegar planos que muestran atardeceres bucólicos con estruendosos comentarios musicales, por ejemplo. No es nada grave, pero el recurso es viejo y no termina de cuajar en el clima de particular serenidad de la película. Aunque Diletante tiene en su construcción un innegable planeamiento formal (expresado en el riguroso fuera de campo de la mucama o en los desplazamientos del casero, por ejemplo) hay en el cine de la directora un raro primitivismo (que a lo mejor constituye también parte de su libertad) que da por resultado algún pasaje como los mencionados. Pero quién podría reprocharle esos momentos, a la vista de los modales de nobleza casi infinita que su película está dispuesta a exhibir. Imbuida de una gracia impar, Diletante es capaz de mostrar los pliegues de la piel de un rostro humano como si fuera un paisaje extraterrestre. De ese modo, consigue su triunfo a partir del punto en el que buena parte del cine se retira: desnaturalizar el mundo a nuestro alrededor para encantarlo, para devolverle su carácter extraño e inescrutable, para restituir el feliz y definitivo esplendor de su misterio.