Días de pesca

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

En busca de aquel pasado perdido

Una trama contada con recursos mínimos marca el regreso de Carlos Sorín a la Patagonia. Desde allí muestra el vínculo entre un padre y su hija. Un intento desesperado de un hombre que busca recuperar su propia historia.

Carlos Sorín vuelve a la Patagonia, ese territorio inmenso y abierto que fue el escenario de varias de sus películas –El perro (2004), Historias mínimas (2002), Eterna sonrisa de New Jersey (1989), La película del rey (1986)– y el regreso se da con Días de pesca, acaso su película más sutil y a la vez la más íntima, un relato centrado en las elecciones de una vida, en el paso del tiempo y el camino a seguir en el último tramo de la existencia de un hombre golpeado que quiere hacer lo correcto.
Protagonizada por Alejandro Awada que acompaña de manera inigualable el ascetismo de la puesta, la película que fue parte de la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián, cuenta el viaje de Marco a la ciudad santacruceña de Puerto Deseado con el objetivo de aprender el difícil arte de pescar un tiburón, una excusa para reencontrarse con su hija Ana (Victoria Almeida).
El protagonista acaba de dejar el alcohol y el film deja en claro que la adicción causó estragos en su vida, el más tangible es el alejamiento de Ana, a la que no ve desde hace años.
Días de pesca entonces se entrelaza con La ventana (2009) –antes de El gato desaparece (2011), ese interesante experimento sobre el género policial– en tanto ambas películas hablan sobre la toma de conciencia de un final próximo. Tal como lo confesó el propio realizador, La ventana fue su manera de exorcizar la muerte de su padre con una elegía sobre un anciano en sus últimos días, mientras que en Días de pesca, el protagonista encara la edad de las definiciones tratando de saldar un pasado plagado de errores.
Sutil, despojada y compleja por lo que exige al espectador una inmersión en una historia contada con recursos mínimos, el último opus de Sorín utiliza de manera consciente el escenario patagónico como el marco casi ideal para que Alejandro intente reconstruir el pasado. Sin embargo, el film es una reflexión amarga sobre ese intento desesperado.
Alejandro deambula por ese territorio ajeno con una aparente tranquilidad que esconde un cúmulo de emociones reconcentradas y mientras averigua el paradero de Ana se topa con diferentes personajes del lugar –los famosos no actores de Sorín–, es amable con todos pero el drama está ahí, no desaparece por más que el doloroso encuentro finalmente se produzca.
El final es abierto y las especulaciones esperanzadas sobre un relación padre e hija en el futuro llevan las de perder