Días de pesca

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

El sur

Carlos Sorin es un director del que nunca se sabe del todo qué esperar, aunque casi nunca por las razones más deseables. Es decir que se trata de un cineasta impredecible pero no necesariamente de los buenos. Hace una pila de años supo hacer, inexplicablemente, un ruido bastante considerable con ese mamotreto llamado La película del rey, un objeto inanimado y carente de gracia que se adecuaba al tono aparatoso del cine argentino de la década del ochenta y que si hoy consigue perdurar lo hace únicamente como mera curiosidad arqueológica. Días de pesca retoma algo del tono que Sorin inauguró en su segunda vuelta como director: esa idea de las “historias mínimas”, que se traduce en un cine un poco condescendiente con la suerte de sus criaturas, una solvencia técnica que se disimula en la paisajística exportable del interior de la Argentina, y una voluntad de exprimir a fondo el color local y hacerlo pasar por interés cinematográfico genuino.

Días de pesca tiene un poco de todo eso, pero el director parece por momentos encaminado a hacer otra cosa con su sistema. La película empieza mostrando a un tipo durmiendo adentro de un auto en una estación de servicio ubicada en algún paraje perdido del sur de la Argentina. Alguien le golpea la ventanilla y le informa que no hay nafta, que faltan como doce horas para que llegue el camión. El tipo exhibe una sonrisa de bonachón total y dice que si hay que esperar, hay que esperar. ¿El personaje es parte de “la buena gente” que puebla la Argentina de los anuncios oficiales? En efecto, el director es un publicista consumado y ese breve pasaje podría ser segmento de propaganda si no fuera porque no hay música mala de fondo: Sorin guarda una especie de vals no demasiado molesto para distribuir aquí y allá, pero en general la película tiene un tono seco, casi recoleto, que puntúa las escenas y les otorga su esencial carácter solitario y alejado de toda clase de épica. Si en Historias mínimas, El perro y La ventana se imponían el paternalismo y la subestimación sobre los personajes y la postal más o menos irritante acerca de la improbable naturaleza profunda de las cosas simples de la vida –y simple en Sorin quiere decir unidimensional, sin matices ni misterio alguno– , en Días de pesca el modesto enigma que envuelve al protagonista consigue otorgarle un pliegue distintivo y enaltecerlo brevemente.

El hombre se revela pronto como un ser escindido, que no está en el paisaje local ni en ninguna parte. Se ha impuesto a sí mismo la misión de buscar a su hija y reconstruir un vínculo perdido –un poco al modo del Travis de Paris, Texas – , pero las cosas no le resultan tan fáciles. Las escenas en las que interactúa con las personas que encuentra en el pueblo discurren en medio de una tranquila tristeza, rasgada por breves comentarios humorísticos: el encargado de prepararlo para la pesca de tiburones y su ayudante, el entrenador de boxeo y su pupila con anteojos negros que vienen de Córdoba para una pelea capital, la vieja gloria del boxeo que sobrevive como empleado en el gimnasio con el cinturón de campeón puesto. Sorin camina en esa línea delgadísima que convierte a los personajes menos rutilantes en marionetas de la burla en complicidad con el espectador, pero por fortuna no termina nunca de caer del lado incorrecto.

El director se dedica a filmar esas peripecias esqueléticas con fluidez, precisión y cariño por sus actores –la mayoría no profesionales– mientras el aspecto de grado cero del relato parece acercar la película a las experiencias del Nuevo Cine Argentino (o sea la parte “mínima” pero extraídos de ella las ñoñerías y el sentimentalismo de rigor). Es decir que la parte buena de Días de pesca es cuando de algún modo se mantiene alejada de lo que prescribe un guión de manual, como si Sorin animara sus viñetas convencido de que la fuerza real de la película reside en la gracia discreta con que el protagonista atraviesa sus planos, casi siempre con distancia y un dejo de melancolía que se integra al conjunto con oportunidad y sencillez. En cambio la parte mala es cuando el director cede a la tentación de intervenir groseramente la trama, como en la torpe escena en la que la hija rechaza con estrépito al hombre –haciendo explicito, de paso, un conflicto que ya estaba suficientemente sugerido. Pero lo peor es que Sorin no se detiene ahí: el atribulado protagonista fracasa luego en su primer día de pesca, se descompone (me pregunto cuándo habrá empezado a usarse ese amaneramiento de hacer vomitar a un personaje para ejemplificar su derrumbe anímico), va a parar al hospital y allí se encuentra en un pasillo con la joven boxeadora, que no solo perdió la pelea por paliza sino que está también a punto de perder un ojo. Da toda la impresión de que, de pronto, la película dispone un castigo sobre los personajes, apura el trámite de la sordidez, el desaliento y la mala suerte automáticos para adquirir de esa manera un cierto relieve de seriedad y adultez programáticas. El firulete con el que el director equilibra en parte las cosas hacia el final no es suficiente para contrarrestar el fastidio por una película malograda por exceso de astucia.