Diario de un seductor

Crítica de Felipe Quiroga - CiNerd

RON DEMASIADO DILUIDO

El ron se puede tomar con agua, pero si se le agrega demasiada, la bebida no queda muy bien: algo así sucede con DIARIO DE UN SEDUCTOR (THE RUM DIARY), una adaptación diluida de la novela en la que se basa. Johnny Depp vuelve a ponerse (en) la piel de uno de los álter-egos del periodista y escritor Hunter S. Thompson (como ya lo hizo en PÁNICO Y LOCURA EN LAS VEGAS) en esta película deslucida, en la que sólo se destacan la belleza de los paisajes, algunas actuaciones y un puñado de escenas (como el escape de los anti-gringos, el desafío de la sexy Chenault en el auto o la secuencia en que el protagonista prueba una droga). Hay que reconocer que la novela original, “Días de ron” (o “El diario del ron” según la traducción), no es ninguna obra maestra e incluso muchos de los problemas del guión ya estaban presentes en el libro (como una historia demasiado errática y vacilante). Sin embargo, algunos de los elementos más interesantes del texto de Thompson son desaprovechados y la película termina siendo una versión insulsa, como ron con demasiada agua.
Paul Kemp (Depp) es un joven periodista yanqui que, durante los años 60, se va a vivir a Puerto Rico y entra a trabajar a un diario en decadencia. Allí irá conociendo a sus compañeros de trabajo, el fotógrafo Sala (Michael Rispoli) y el pirado Moberg (Giovanni Ribisi), con quienes compartirá varias copas. La película muestra la desastrosa vida que lleva Kemp y la relación que irá naciendo con el empresario Sanderson (Aaron Eckhart), quien le ofrece un trabajo demasiado bien pagado a cambio de unos favores que comprometen la integridad profesional del periodista. Kemp también empezará a sentirse atraído por Chenault (Amber Heard), la sensual novia de Sanderson, y las cosas se pondrán peligrosas. Bueno, no tanto.
Depp muta nuevamente en Thompson en una brillante actuación. No era para menos: ambos eran amigos cuando Hunter estaba vivo y Depp ya había demostrado qué bien que le salía el papel del creador del periodismo gonzo (en el que cual el narrador es protagonista y hasta catalizador de los hechos) en PÁNICO Y LOCURA EN LAS VEGAS (FEAR AND LOATHING IN LAS VEGAS, 1998), de Terry Gilliam. Y si pueden, busquen en YouTube algún video de Thompson hablando y verán que Depp imita su forma de hablar y gestualizar a la perfección. En cuanto al resto de las actuaciones, sobresalen Richard Jenkins como Lotterman (editor del periódico), Rispoli como el muy compinche Sala (que contribuye con algunos de los momentos más graciosos) y especialmente Eckhart como el oscuro Sanderson. Pero la (sobre)actuación de Ribisi como Moberg es para el olvido: sus gestos exagerados convierten al personaje en una caricatura que no encaja con el resto de las interpretaciones.
Lo que sigue es un fragmento de una reseña (que escribí hace un tiempo) sobre la novela en que se basa la película: “El libro es el diario de un desamparado, que transpira alcohol y una anormalidad casi heroica. Un periodista que se escapa de sí mismo, que se pierde en borracheras de ron para no encontrarse, para evitar responderse. La historia es lo de menos: las vivencias y las palabras esconden a un hombre torturado por sí mismo y por su entorno, del que no puede -o no quiere- salir. A Kemp no le importa nada. Escribe las noticias en un diario que está a punto de fundirse, gasta sus sueldos en fiestas y alcohol, y cuando se da cuenta de que comienza a instalarse, a detenerse (se compra un auto, un departamento), prefiere seguir corriendo y escapar a quién sabe dónde. Porque siempre está con un pie afuera, aunque sin un destino fijo. Kemp se rodea de personajes tan tristes como él, y vive el ‘ahora’, quizás, por miedo a no saber qué vendrá después”. Ese texto no parece algo que pueda aplicarse a DIARIO DE UN SEDUCTOR: el director y guionista del film, Bruce Robinson, no logra transmitir las mismas sensaciones que la novela. Por el contrario, añade elementos que diluyen la atroz melancolía del relato y cambian su sentido: la prueba máxima es el estúpido e innecesario mensaje sobreimpreso que aparece al final, antes de los créditos, casi un “vivieron felices para siempre” con el que Hunter S. Thompson probablemente no hubiera estado de acuerdo.