Detroit: zona de conflicto

Crítica de Mariano Morita - A Sala Llena

Últimamente las películas de Bigelow vienen insistiendo en una suerte de realismo formal, que pide ser visto en algunos de sus rápidos movimientos de cámara o en zooms un tanto exagerados. Vivir al Límite (The Hurt Locker) y La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty) establecieron esa norma, ambas centradas también en hechos históricos identificables y altamente referenciales. Bigelow parece interesarse por realizar el trabajo de cronista, como si sus films se encargaran de hacer una cobertura, con la mayor “fidelidad” posible, de momentos o acontecimientos relevantes. A lo que se nos invita es a asistir a un determinado marco contextual y temporal, a atravesar la experiencia. Así como en La Noche más Oscura podemos vivir los momentos que circundan la cacería a Bin Laden, en Detroit asistimos a un caso de brutalidad policial en una redada que representa el corazón de las rebeliones populares de 1967 en esa ciudad.

De todas formas, la estrategia no consiste solamente en una simulación de realidad (con toda su precisión aparente en la reconstrucción de época), sino que ya de entrada, la película se organiza meticulosamente con estrategias que nos van llevando a su núcleo dramático y de relato. La primera secuencia, el desalojo del bar clandestino, calca la metodología del personaje de Gene Hackman al comienzo de Contacto en Francia (William Friedkin, 1971), una obra que podría conformar el perfecto ejemplo para su tiempo de un nuevo realismo formal, siendo paradójicamente el epicentro de un cine que estaba recuperando su potencia narrativa en los años setenta.

Al principio de Detroit, el detective negro primero golpea a su infiltrado en frente de todos y se lo lleva a un cuarto donde simula golpearlo más (mientras recibe su habitual información), para luego salir y poder continuar el desalojo. Se trata lógicamente de una puesta en escena y que en este caso se orienta a disciplinar. Más adelante será la principal metodología de los policías (que ahora son blancos) a lo largo del caso que la película expone. Aquel primer detective no aparece más, y en esa secuencia parece comenzar todo, tal vez venga a ocupar el lugar de caso ejemplar.

Así, Detroit marca sus reglas de representación, y de tal manera continúa abordando situaciones que sacan contradicciones a la luz. En un relato donde la autoridad cuestionada es la policía (para con los ciudadanos negros), arrancamos con un detective negro implementando su mismo modus operandi. Luego se nos empareja en punto de vista con un guardia de seguridad negro que se ve obligado a ejercer funciones de mayor autoridad y fuerza durante la redada. Cerca del final, cuando es interrogado, la película produce un equívoco notorio, al mantenernos en duda acerca de los policías que lo increpan.

De alguna manera, estas contradicciones afinan el panorama, aportan a la sensación de realismo, pero al mismo tiempo son sostenidas por la compleja construcción de los personajes. Los dos interrogadores se presentan como pesados y violentos. Se elabora todo un panorama de racismo exacerbado en el fuera de campo, que luego es revertido cuando entendemos que ambos interrogadores son los que llevan adelante el procesamiento de los policías racistas. Bigelow parece jugar con las contradicciones que se arman en la cabeza del espectador, como si constantemente intentara mostrar que de su relato se desprenden aristas más complejas que una mera polarización racial. Aun así, el centro temático es claro, y aparece casi como declaración ilustrada en la secuencia animada que inaugura a la película.

El juego de la identificación (más precisamente, la identificación con personajes polémicos) es una constante de Bigelow que a esta altura ya se siente, por momentos, como una ingenua provocación. En todo caso, si dejamos pasar el aparente oportunismo en todo eso que el film adopta como tema (y que lo hace hasta parecer ideológicamente contrario a la cacería a Bin Laden de La Noche más Oscura), adentrarnos en la lógica de algunos personajes se vuelve reconfortante, particularmente con el cantante que termina en el coro de la iglesia. Más allá del señalamiento contextual, didáctico, y del funcionamiento “ejemplar” de algunas escenas de Detroit, se tornan más interesantes los momentos que fundamentan una lógica cultural e incluso espiritual. En ese territorio no hay lugar para la didáctica; allí encontramos solamente lo que produce el timbre de una voz, cargada ya no de datos, referencias polémicas ni juicios, sino de sentido.