Detroit: zona de conflicto

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

La directora y el guionista de Vivir al límite y La noche más oscura regresan con una poderosísima reconstrucción de los violentos enfrentamientos raciales ocurridos en julio de 1967 en la ciudad del título.

Detroit: Zona de conflicto es una película tan extraordinaria como incómoda. Y lo de incómoda no es solo por lo que cuenta sino por cómo lo hace (léase con crudeza extrema y sin demagogia lacrimógena). Y encima la dirigió una mujer blanca, algo que muchos intelectuales y críticos negros no le perdonaron. Por eso, porque no puede ser encasillado dentro de los cánones políticamente correctos a-la-Oprah Winfrey, este proyecto que costó 34 millones de dólares y recaudó apenas 17 millones en los cines estadounidenses se quedó sin el apoyo, el prestigio ni los premios de la comunidad hollywoodense.

Quienes hayan visto Vivir al límite y La noche más oscura sabrán que Bigelow y su guionista Mark Boal prefieren trabajar dentro de los códigos de los géneros, apostando a la tensión permanente y a una búsqueda dentro de la ficción lo más cercana posible al documental (la urgencia del cinéma-verité). La sutileza y los discursos bienpensantes son “lujos” que no pueden ni quieren darse. En Detroit: Zona de conflicto esa búsqueda queda potenciada porque lo que hacen es reconstruir los hechos reales (y por demás trágicos) ocurridos entre las noches del 23 al 25 de julio de 1967, uno de los picos del enfrentamiento racial (y del racismo) en la historia de los Estados Unidos.

Los 143 minutos del film (narrados con la habitual maestría de una directora verdaderamente única) están divididos en tres partes: el prólogo -que incluye fragmentos de material de archivo de la época- muestra el contexto de protestas callejeras, saqueos, atentados con bombas molotov, represión policial, toque de queda y un conflicto ocurrido en un centro comunitario sin licencia para el expendio de alcohol; el segundo episodio (el más largo y corazón del relato) transcurre en el motel Algiers; y el epílogo tiene que ver con el proceso judicial contra los policías racistas que actuaron esa última noche.

Para tener una idea de lo que ocurría en Detroit en 1967 (hoy las cosas no están mucho mejor en esa ciudad), el 93% de los policías eran blancos cuando más del 30% de la población era negra. Pero no solo eso: el grado de crueldad y sadismo que demostraron las fuerzas de seguridad alcanzó límites casi insoportables y Bigelow lo muestra con una crudeza casi pornográfica por el tiempo que le dedica y la explicitud de las desgarradoras imágenes. En ese sentido, el agente Krauss que interpreta Will Poulter (inspirado en la figura real de David Senak) es uno de los malvados más despreciables vistos en mucho tiempo.

La contracara de la brutalidad y el salvajismo policial la aportan básicamente dos personajes: un guardia de seguridad llamado Melvin Dismukes (John Boyega, de la nueva saga Star Wars), que se las ingenia para estar presente durante el operativo y tratar de apaciguar las crecientes tensiones, y un joven aspirante a cantante en una banda de R&B que visita el motel con un amigo (Algee Smith y Jacob Latimore). El muy buen elenco de este film coral se completa con un veterano de Vietnam (Anthony Mackie), un residente del Algiers que absurdamente dispara una pistola inofensiva y enciende la mecha del enfrentamiento y la escalada violenta (Jason Mitchell) y dos chicas blancas de Ohio con ganas de divertirse (Hannah Murray y Kaitlyn Dever), entre otros personajes.

La puesta en escena (preferencia por los planos secuencia, nerviosos movimientos de cámara muchas veces en mano) ya son una marca de estilo que la directora de Cuando cae la oscuridad, Punto límite y Días extraños domina a la perfección para “sumergirnos” en aquellos eventos. No somos meros observadores distantes. Detroit: Zona de conflicto nos obliga a vivir (y en varios pasajes a padecer y sufrir) los hechos como si se tratara de una experiencia de realidad virtual. El film demanda un compromiso emocional y físico que no todos los espectadores hoy en día están dispuestos a ofrecer. Pero así es el cine de Bigelow: audaz, intenso y radical. A 50 años de esa tragedia que todavía avergüenza a los Estados Unidos hizo la película que quería y no la que le exigían, siempre a contramano de las expectativas y de las conveniencias. Una rara avis que, por suerte, todavía resiste dentro del panorama previsible y tranquilizador de Hollywood.