Desertor

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Desertor": western mendocino

La película protagonizada por Santiago Racca (del grupo Fuerza Bruta) es un intento, logrado a medias, por trasladar la ética y algo de la estética de las películas del Oeste a nuestra geografía.

La imagen de un hombre a caballo con imponentes montañas desérticas de fondo, sumada a una banda de sonido diáfanamente evocativa, revelan sin retrasos la fijación de Desertor –ópera prima del realizador Pablo Brusa– con algunos de los rasgos iconográficos más representativos del western. Sólo el uniforme militar, moderno y característico de estos pagos, certifica que la historia no tendrá como telón de fondo el auténtico Lejano Oeste, aunque sí se pondrán a punto varios de sus códigos cinematográficos recurrentes, incluido el duelo final. Al protagonista, un joven militar de nombre Rafael que pasa sus días estudiando medicina en un regimiento de montaña (el debutante Santiago Racca, miembro de la compañía Fuerza Bruta), el pasado se le viene encima cuando un ex colega de su padre regresa a la institución para hacerse cargo del mando. La palabra “desertor” escrita en un espejo empañado no deja lugar a duda: el destino de su progenitor, dado de baja y desaparecido una década atrás, no dejará de hacerle sombra en el presente. La aparición sorpresiva de una mochila, sin embargo, funge como metáfora de todo lo que permanecía oculto y que ahora ha comenzado a resurgir, como un muerto vivo saliendo de la tumba.

El viaje y la aventura como recorridos geográficos literales le ceden velozmente una porción del espacio a lo simbólico: desoyendo las órdenes de la superioridad –encarnada por un Marcelo Melingo al límite de la villanía de manual–, el muchacho monta en su caballo y parte a una cita con lo desconocido, con apenas un par de pistas polvorientas como única ayuda para la misión. Los planos aéreos de la región montañosa de Uspallata, en Mendoza, donde la película fue rodada, adquieren por momentos la cualidad de las postales turísticas, casi lo opuesto de aquello que Alejandro Fadel había logrado plasmar en la reciente Muere, monstruo, muere: que lo bello troque en ominoso y lo familiar en silueta irreconocible. No hay aquí elementos fantásticos, aunque la aparición de una joven mapuche, conocedora de ritos y códigos antiguos, y el roce con señales y sueños aciagos permite avizorar que lo que vendrá tiene que ver (y mucho) con el choque de culturas, con heridas nunca cicatrizadas, con viejas opresiones y matanzas.

Desertor suma paladas de cal y de arena de forma alternada y a un diálogo impostado, con alma de recitación, puede seguirle un momento de tensión genuina, en particular luego del encuentro con el ermitaño interpretado por Daniel Fanego. Ciertas “explicaciones” bajo la forma de un embrujo psicotrópico –en realidad, un flashback disfrazado de ensueño– pueden provocar alguna risa involuntaria, aunque el enfrentamiento final, cuando todas las cartas están ya echadas sobre la mesa, vuelve a encarrilar los minutos finales de la historia. El de Pablo Brusa es un intento, logrado a medias, por trasladar la ética y algo de la estética de las películas del Oeste a nuestra geografía, nuevo recordatorio de que los realizadores argentinos aún se deben la oportunidad de contar el nacimiento de la nación con armas cinematográficas.