Delirium

Crítica de Javier Luzi - Fancinema

Esto no es delirio

Tres jóvenes amigos (el racional, el mujeriego, el freak: todos bastante “subnormales”) hartos de su vida, trabajando de lo que no les gusta, buscan algo que les posibilite un cambio y principalmente dinero, mucho dinero. Uno de ellos cree encontrar la solución en el cine: filmar algo de bajo presupuesto, que el público llene las salas y a cobrar. Millones, fama y éxito fáciles. Sin ningún conocimiento al respecto suponen que, para asegurarlo, “apenas” necesitan convencer a Ricardo Darín (como garantía de taquilla) que acepte filmar con ellos. Claro que una vez que la rueda comience a girar algo se saldrá de control y la carrera se volverá enloquecedora y enloquecida, y disparará un pandemónium que trascenderá las fronteras.

Delirium es un epítome de sí misma. Lo mismo que cuenta es lo mismo de lo que padece, pero no se hace cargo ni reflexiona al respecto. Con apenas una idea graciosa (que no más) pretende construirse en película. Y fracasa. Estrepitosa y vergonzosamente.

Kaimakamian Carrau, en su opera prima, recurre al uso de planos televisivos (“homenajea” a That 70’s Show para filmar la charla de los amigos) chatos y pobres, o al plano-contraplano, con una luz de video hogareño. Los personajes son macchiettas estereotipadas. Las actuaciones están fuera de timming (imprescindible para una comedia) y esto se vuelve evidente cuando aparece Darín que, de la nada, hace una escena creíble y dota a su personaje de una carnadura que no es un remedo de sí mismo sino un rol que el tenue hilo argumental (le) requiere. Los gags o chistes se estiran insoportablemente (el del manejo de la camioneta por ejemplo) o se arrojan sin tener en cuenta la puesta ni el sentido, más que el efectismo simple y llano que tampoco siempre resulta (lo del INNCA es la prueba).

Apostar por la comedia siempre es bienvenido pero Delirium vuelve a demostrar que este es un género difícil. Calificarlo de “absurdo” es un exceso y es desconocer que la risa no se produce simplemente por un amontonamiento de equívocos y exageraciones o la recurrencia al ridículo, al trazo grueso o al disparate. En el guión asoman hilos de subtramas deshilachadas. Alguna perdida en el camino: la de un perro extraviado; otra excesiva: una invasión de EE.UU. con motivo de la desaparición de un actor famoso; otra que se licua por el propio uso cholulo de los periodistas y cronistas de espectáculos: la mirada sobre los medios de comunicación como generadores o multiplicadores de una opinión pública volátil y manipulable; y hasta un intento de decir algo sobre la argentinidad que no pasa de lugar común.

Si cinematográficamente no hay ningún cuidado, ideológicamente es imposible dejar de notar el uso del material de archivo de manifestaciones o revueltas sociales en el país y el recuerdo ante situaciones acuciantes que las generaron, simplemente para sostener el verosímil de un discurso -dentro de la película-, como poco, estúpido y banal y aunque, sabemos bien, una obra artística no puede hacerse cargo de la realidad (ya que no es un reflejo especular ni una mímesis) hay una ética que debería haber suprimido la escena de la desaparición del cuerpo utilizando como medio un camión recolector de basura.

Es para pensar que un producto que llevó tantos años para su concreción sea lanzado comercialmente (cuando hay tantos problemas con la exhibición por la distribución de pantallas) sin parecer importarle ni sus formas ni su contenido.