De repente, el paraíso

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Quienes disfrutamos de Crónica de una desaparición, Intervención divina y El tiempo que queda sabemos de lo que es capaz Elia Suleiman, el Buster Keaton, el Jacques Tati, el Charles Chaplin palestino a la hora del humor, pero también de su acidez como despiadado retratista de la realidad sociopolítica en Medio Oriente sin por eso caer en el lugar común de la denuncia horrorizada a pura bajada de línea. Para Suleiman bastan (sobran) las ideas para dar una mirada pesimista (sin perder el humanismo) sobre la violencia, la incomprensión, las contradicciones, los contrasentidos y las paradojas en su tierra y en otros lugares del planeta (De repente, el paraíso transcurre no solo en Nazareth sino también en París y en Nueva York).

Suleiman está casi siempre en pantalla, pero prácticamente no habla (solo le dice “Soy palestino” a un taxista neoyorquino). Se limita a observar (atribulado, sorprendido) las situaciones que ocurren a su alrededor y que él -en su faceta de guionista y director- trabaja con ese humor absurdo y asordinado. Es decir, es tremendamente político y contestatario sin que en la película haya diálogos, ni voz en off, ni citas. Lo más cercano a un lugar común es que cuando empiezan los créditos de cierre de De repente, el paraíso aparece una dedicatoria a Palestina y a sus padres.

Aunque no hay ninguna información concreta, parece que Suleiman ha perdido precisamente a sus padres. Lo intuimos porque dona a un servicio de ayuda múltiples pertenencias, incluidas una silla de ruedas y un andador, y hace una visita a un cementerio. Hasta allí lo más personal de un film en el que lo veremos lidiar con los patéticos y encantadores vecinos, tomar algo en distintos bares y cafés, observar la violencia callejera, la represión policial, el accionar de la burocracia, el excesivo control sobre el ciudadano. Los aviones, los monopatines, los pájaros, las calles muchas veces vacías, el fuera de campo, las simetrías en los planos, las hermosas canciones (I Put a Spell on You, por Nina Simone; Darkness, de Leonard Cohen): todas obsesiones y encantos de un cineasta único y por momentos (casi siempre) genial que construye viñetas únicas.

Heredero del cine mudo, hermano artístico de otro satirista como el sueco Roy Andersson, Suleiman dice mucho con poco, hace de la austeridad un culto y de la inteligencia un arma poderosa. También se atreve contra el mundillo del cine (sobre todo de las coproducciones) y cuenta, en ese sentido, con dos aliados de lujo como el productor Vincent Maraval, que le suelta un discurso en el que dice que su compañía “simpatiza con la causa palestina”, pero sus películas no son “lo suficientemente palestinas”. En otro pasaje, se encuentra con el mexicano Gael García Bernal, quien le cuenta un vergonzoso proyecto que le han propuesto sobre la llegada a América en la que Cortés y los demás conquistadores hablan en inglés. Una escena hilarante... y ponzoñosa. Larga vida, entonces, a Suleiman y un brindis para que pueda filmar mucho más seguido.