De nuevo otra vez

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Muchas preguntas que concluyen en otras

La ópera prima de la también actriz y guionista, traduce una historia personal en forma de pesquisas reflexivas mientras indaga en el cine.

En algún momento -decisivo, conforme al derrotero de la película- se dice que "la muerte organiza". Se lo pronuncia en función de un camino guiado por imágenes quietas y en movimiento, a veces copartícipes. Por un lado, fotografías; por el otro y a la vez, el cine. Las imágenes detenidas permiten los recuerdos, las derivas de las palabras; sea porque se las mira con detenimiento, también porque las mismas imágenes son proyectadas sobre los cuerpos de quienes cuentan. Cuerpos impregnados de imágenes, de recuerdos, de cavilaciones. En esos momentos, no importa precisar si se trata de un confesionario o de alguna licencia dramática -categorías, todas, sin relieve-, sino mejor de una alteración misma en el tempo narrador, en la relación causa-efecto habitual, en el bendito raccord.

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Pero de nuevo a la frase: "la muerte organiza". Si la muerte es la situación que detiene y por eso permite pensar y ordenar lo que ha sido; el montaje -de misma manera- es la situación dilemática y esencial al cine. En otras palabras, si el cine es capaz -y lo es- de capturar las imágenes vivas, que suceden todas y a la vez, el montaje es la toma de decisión, no sólo respecto de cuál imagen entre todas, sino también de la manera a través de la cual organizarlas y lograr ese artefacto de nombre final que es la película. El montaje, entonces, como la muerte: organiza. Así, el cine da forma, y de manera meditada, a lo vivido.

Esa frase, esa "muerte que organiza", ofrece el lugar idóneo desde el cual pensar De nuevo otra vez, porque la elección de la realizadora, guionista y actriz, Romina Paula, se orienta hacia sí misma, hacia ella, a la vida propia, en la necesidad del cine como medio que permita el registro y también, se presume, su meditación.

El film está atravesado por una dualidad asumida. Es registro documental y artificio volcado al juego fílmico en sí.

En la piel de sí misma o de alguien que tiene un mismo nombre, Romina llega con su hijo a Buenos Aires, a la casa de su madre. La estancia se prolongará. Parece una visita, pero también algo más. La relación con Javier (Esteban Bigliardi) no está en su mejor momento, y este descanso -con él lejos, en las sierras de Córdoba- oficia de manera más o menos balsámica. En verdad, no se trata de cura alguna, sino de volver sobre los pasos ya dados, un imposible asumido, que se atisba respecto de lo que ha sucedido hace tan poco tiempo, ahora inalcanzable. Allí está la prueba misma de la maternidad, experiencia que altera, para siempre.

Ahora bien, como si se tratara de intentar el recupero de algo de ese pasado reciente, Romina será impulsada por la propia madre a salir, a despejarse un poco, porque total ella puede cuidar del pequeño Ramón. Así, Paula se (re)encuentra consigo o con el tiempo, con la capacidad de decidir sobre él -lo que es decir, sobre ella-, o con una ilusión de algo que se le parece. No es casual, por ello mismo, que sea un cumpleaños el motivo de la salida nocturna, como un túnel temporal que remeda algo del ayer pero en la constancia tácita de que entre el baile y los tragos, la asunción de este dilema se percibe.

Entre otras cuestiones, hay algo que anuda todavía más el desencuentro de Romina, o que funciona de manera cuanto menos sintomática: entre el alemán materno y el castellano, convive su decir, también el de Ramón. Y es extraordinario cómo la cámara captura estos momentos en su plenitud, porque el niño no actúa, sino que hace y dice y comprende sin injerencia declamatoria o dramática: responde en castellano cuando se le habla en alemán. El niño es el mejor actor posible, y esto es algo que su madre, la directora, evidentemente sabe y acciona: sea como resorte vivo para la película, pero también como registro mismo sobre esa niñez que pronto dejará de ser. El cine permite este doble juego. O mejor: el cine es la puesta en juego de este dilema, porque captura el momento para revivirlo en el después.

Catalina Bartolome
Romina Paula se orienta a la vida propia
De tal manera, De nuevo otra vez está en todo momento atravesada por una dualidad asumida. Es registro documental de una vida personal y familiar -con imágenes de archivo que se incorporan y analizan y despiertan preguntas- y artificio destinado al juego fílmico en sí, con una historia que encuentra su razón de ser en el relato que se articula, que despierta situaciones que el guión prevé. En este sentido, habrá que pensar el (des)vínculo de Romina con Mariana (Mariana Chaud), esa amiga profunda a la que se ve de vez en cuando, con quien tanto se comparte, pero en quien asoma cierto reclamo o desazón cuando es su propia hermana la que avanza sobre Romina y logra una respuesta de afecto. Son estos matices los que agregan todavía más, porque dicen de modo sesgado y articulan de manera compleja.

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De tal modo habrá que pensar las resoluciones: ausentes, siempre quedan abiertas o sugeridas, sin conclusión necesaria en la imagen. Así, De nuevo otra vez permite que prevalezcan los puntos suspensivos, hacia un reencuentro de pareja que no persigue fidelidad institucional alguna -la institución, de hecho, es algo cuestionado en extenso, desde la construcción y constitución familiar misma, el interrogarse sobre el rol materno, y el desmantelamiento de la heteronorma-, sino antes bien la renovación misma de la pregunta que guía a la película. Una pregunta que es femenina y se interroga consigo misma, que reconoce como supuestos lo que parecían verdades, mientras renueva su mirada porque es esto, justamente (y de cine se trata), lo que importa.

Al hacerlo, Romina Paula seguramente vuelca cuestiones personales -¿quién no?-, pero no pretende respuestas. Lo que acontece es el ensayo de un sentir que se toca con la angustia, a la manera de una brújula sin norte pero no por ello desorientada. En todo caso, es una desorientación pretendida, que pone en vaivén certezas preconcebidas. Y lo hace desde la organización misma y racional que el montaje, operación estética e intelectual, permite.

En síntesis, el nombre mismo de la película cobra un nuevo significado, circular, cíclico. Una armonía que permite, a la vez, estructura al relato, para que éste lleve a que las preguntas iniciales concluyan, como se debe, en otras.