De martes a martes

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

De cómo un muñeco se vuelve titiritero

La ópera prima de Triviño fusiona características reconocibles de lo que alguna vez dio en llamarse Nuevo Cine Argentino con ciertos elementos del policial negro, que asoman a partir de un hecho de violencia que parte la película en dos.

Parte de la Competencia Internacional en la última edición del Festival de Mar del Plata, De martes a martes, ópera prima de Gustavo Triviño (Buenos Aires, 1977), fusiona características reconocibles de lo que alguna vez dio en llamarse Nuevo Cine Argentino con ciertos elementos de género (de policial negro, específicamente), que asoman en su segunda mitad, a partir del hecho de violencia que parte la película en dos. Lo que es muy propio del NCA es la internalización del conflicto, encarnado en un personaje que, como los de Extraño, El custodio, El otro, Gigante (film uruguayo-argentino, en verdad) o los de la obra entera de Lisandro Alonso, se enclaustra herméticamente en su silencio. Se abroquela, como modo de defenderse de un mundo al que percibe como hostil. Con una salvedad, que marca una diferencia de fondo con todos sus congéneres: Juan Benítez no es del todo un solitario, tiene una familia que se presenta como altamente contenedora. Presenciar un acto de violación hará que esta mole inmóvil se ponga en movimiento, guiado por un interés que tal vez sea altruista, quizá producto del más puro egoísmo.

“Tenés que confiar más en la gente, gordito”, susurra al oído de Juan, provocador, el encargado de la fábrica textil en la que aquél trabaja (Daniel Valenzuela, uno de los secundarios más icónicos del NCA). Juan (el debutante Pablo Pinto, apropiadísimo) tiene dos grandes razones para ser tomado de punto: tiene un cuerpo de toro, torneado a fuerza de pesas y fierros, y se le puede decir cualquier cosa, que no reacciona. El encargado lo “busca” tanto que se tiene la sensación de que en cualquier momento el hombre va a explotar, tipo Hulk, y partirle la cara. Pero seguir cultivando sus bíceps es lo que Juan hace todos los días en un gimnasio. Hasta que se le ocurre la idea de poner el suyo propio. Con su mujer lograron ahorrar casi diez mil pesos. Pero instalar un gimnasio vale más de treinta veces más que eso.

En esa disyuntiva Juan presencia un acto aberrante cometido por el alto gerente de una multinacional, venido de un mundo de grandes chalets, Audis y seguridad privada, que está en las antípodas del protagonista (Alejandro Awada, otra elección inmejorable). Como un personaje de Brian De Palma, Juan observa ese hecho horrible sin mover un dedo, entre paralizado y voyeur. ¿Por qué no reacciona? ¿Puede ser acaso que ese tipo repulsivo sea su doble, que hace lo que él no se atreve? Al fin y al cabo Juan no sólo conoce a la chica, sino que ésta visiblemente le tira onda, sin que aquél pase del hola y adiós. Autor del guión, Triviño tiene la delicadeza de dejar esa clase de preguntas picando, sin siquiera formularlas. Así como las motivaciones del testigo para funcionar de allí en más como detective aficionado nunca terminan de estar claras, abriéndose a interpretaciones totalmente contrapuestas. Lo claro es que ese Juan es otro: ahora no sólo habla, sino que maneja al victimario como el titiritero al títere. ¿Venganza social, además de personal? Sin duda: esa línea sí está marcada con claridad.

Por la certeza de sus fines y de los medios para alcanzarlos, De martes a martes es de esas películas que no parecen óperas primas. El film de Triviño se caracteriza por una infrecuente homogeneidad y precisión, en todos los terrenos. Marcado por una suerte de desolación hierática, el tono es tan inalterable como las rutinas y los gestos del protagonista. El notable Julián Apezteguía (Carancho, Los Marziano, Los salvajes) baña la imagen de una luz brumosa y tonos lavados. La cámara parece siempre ubicada en el lugar más adecuado, los encuadres son precisos, la duración de los planos se acopla al tempo de Benítez, el montaje deja fluir la acción, el elenco es de una total homogeneidad. Pero lo más importante es que la moral de la historia es de tal ambigüedad que el espectador puede encontrarse del lado de un héroe que con tal de ponerse el negocito propio es capaz de usar su poder circunstancial con la misma falta de escrúpulos que el desagradable villano.