Damas en guerra

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Insensatez y sentimientos.

Hay una fuerza intempestiva que atraviesa Damas en guerra de punta a punta: el fracaso. En los primeros minutos de la película, una sesión gimnástica de sexo cede melancólicamente el paso al abandono cuando la protagonista vuelve en bombacha y corpiño de acicalarse en el baño para que su compañero la encuentre espléndida al despertarse. El tipo, en cambio, le hace saber en cuanto abre los ojos que se quiere deshacer por el momento de ella y la siguiente escena la muestra de espaldas recorriendo descangayada el caminito que conduce al portón de la casa. La tristeza cómica de ese momento se convierte en un gag de una sencillez y precisión descomunales: la chica pega un manotón para abrir rápido y escaparse pero la puerta no cede. Corte a un plano del lado de afuera de la casa en el que se ven las manos de ella que se asoman mientras se trepa al portón; cuando termina de subirse, y queda montada arriba, la hoja de la puerta se empieza a mover y ella va girando resignada justo para ver cómo una mujer la observa con un rictus de desaprobación desde adentro de un auto a punto de franquear la entrada de la mansión. Como esa risible tragedia en miniatura dispuesta en tres actos se encarga de anunciar, en Damas en guerra hay todo el tiempo una risa llena de piedad, el mar de fondo que acompaña las desventuras de la protagonista como una doble sombra.

Kristen Wiig, actriz, coguionista y coproductora de la película, es uno de esos prodigios engañosamente prosaicos surgidos de la escuela –si es que existe tal cosa– de Saturday Night Live. Como vedette dilecta y centro de gravedad insoslayable de Damas en guerra, su figura irradia una vitalidad brutal sobre todos los rincones de cada plano de la película, que parece dedicarse sin descanso a develar un doble fondo sutilmente aureolado de angustia, un parpadeo de modales más bien púdicos con el que la comedia anuncia su tema sin condescender al sentimentalismo ni renunciar a sus variantes bestiales de humor físico. La película de Wiig/Feig termina siendo una fiesta con epicentro en su protagonista cuyas variables oscilan entre el colapso anímico y la insensatez desatada de los cuerpos, que parecen obedecer a una lógica marciana de la que a veces incluso se convierten en víctimas.

Es que la actriz resulta un torbellino feliz que no se guarda nada, que no repara en gastos: ni las caídas, ni las corridas, ni las morisquetas talladas en su hermosa cara brevemente festoneada de arrugas le son ajenas; pero también, su inteligencia como intérprete le permite por momentos exhibir una fragilidad apabullante sin que por ello la película vea lesionada su energía ni disminuya su talante incorrecto y muchas veces animal. Cuando su personaje está borracho y empastillado dentro de un avión en vuelo y lo van corriendo una y otra vez de primera clase a turista, la frase disparada entre mohines “Help me, I’m poor!”, alcanza una comicidad auténticamente desesperada. Es que Damas en guerra es una comedia triste llena de desastres: en la vida amorosa, en la amistad, en la economía. Parte de la gracia formidable de la película es hacer de esos y otros descalabros de parecida índole una especie de fuerza radioactiva que luce como un todo amalgamado donde la bancarrota, el abandono, la soledad, los celos y la insatisfacción son un mismo murmullo terrible, un banquete de desgracias cocidas con un barro común. El falso final con número musical es un desliz de autoconciencia kitch que pasa a toda velocidad para dar lugar a un breve respiro para la chica, esta vez a bordo de un patrullero. ¿Happy ending? Probablemente, pero no arriba de una montaña de prosperidad y buenos augurios sino debajo de todo, casi en el fondo de un pozo del que hay que ver cómo se sale: Damas en guerra tiene demasiado orgullo en su corazón como para descender del todo a la cursilería.