Cyrano mon amour

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

OBSERVADOR OBSERVADO

Presionado por la falta de ideas y con una familia que mantener, Edmond se dice a sí mismo que si no escribe se convertirá en un poeta frustrado, un poeta maldito. La alusión a Charles Baudelaire no pasa desapercibida. Por el contrario, Alexis Michalik la subraya a lo largo de la película mediante la articulación de los travellings del protagonista con el mejor amigo deambulando por las calles parisinas y los planos cenitales que acompañan dichos movimientos hasta el punto de trazar una analogía entre ciudad y mapa. Un recurso empleado solamente cuando los personajes se pierden entre la muchedumbre, los carruajes o los diversos espacios, sobre todo, aquellos tan característicos de finales de siglo XIX. El flâneur en estado puro dentro de la modernidad –otro concepto acuñado por el poeta francés– que, en este caso, además, se vuelve sujeto observado.

Esto ocurre porque el cineasta y actor –interpreta a Georges Feydeau– no sólo se vale del término desde lo visual, sino que lo reconfigura para potenciar la estructura narrativa y sostener un ritmo fresco y dinámico así como un tono ocurrente y jocoso. Por un lado, le atribuye a Edmond Rostand como rasgo central una suerte de vagabundeo creativo causado por las críticas y los dos años inactivo. Frente a la urgencia de nuevo material para el protagónico de Constant Coquelin, el joven dramaturgo duda del género – ¿Es tragedia? ¿Es comedia?–, del título – ¿Hercule? ¿Savignain? ¿Cyrano?–, de las características del personaje que inventa a medida que intenta convencerlo, de la cantidad de actos – ¿3, 4 o 5?– y hasta del contenido de cada uno de ellos –las reescrituras–. Por otro, se torna el método de búsqueda de inspiración a través del enlace entre las formas de habitar cada sitio y los vaivenes durante el proceso de escritura. La casa matrimonial aparenta ser un refugio pero resulta esquiva a la hora de trabajar, mientras el balcón actúa en tanto disparador artístico/ romántico; los cafés evidencian lo bohemio, las reuniones, los debates tan propios de la Belle Époque; el hotel funciona como lugar de enredos y revelaciones; los cabarets encarnan la vida nocturna o los deseos más recónditos y el teatro reúne lo aurático, el instante, el juego, las sensaciones genuinas y lo colectivo.

En sintonía con esto, resulta muy interesante el abordaje de ambos lenguajes en Cyrano mon amour. Porque si bien al inicio el protagonista se siente afligido e incrédulo por los elogios del público durante la proyección de Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir entendiendo que el cine destruirá las representaciones y las costumbres culturales en el futuro próximo, el punto de vista de Michalik apuesta a lo contrario. Por un lado, resalta la construcción minuciosa de cada personaje, de los espacios dentro del texto, de los diálogos, de los vínculos entre los diversos actores sociales, de los ensayos, del vestuario, del montaje, de la escenografía, de la puesta en voz, del pacto entre obra y público y del valor simbólico del escenario. Por otro, encuentra numerosos lazos en los modos de mirar del cine y el teatro hasta desdibujar los límites de cada uno. Para ello, posiciona la cámara tras bambalinas, junto al autor o fuera de campo en el pasillo a la espera de risas o aplausos de los espectadores como si fuera otro miembro de la compañía pero también mezclándose con ese acuerdo tácito previo que implica sumergirse en el relato, otorgar nuevas sentidos a lo exhibido en el escenario, confiar en aquello representado y experimentar con todos los sentidos ese coqueteo entre lo efímero del aquí y ahora y el momento irrepetible de cada función con lo eterno del registro o del recuerdo. La escena del árbol, con el repentino cambio de ángulo y el giro hacia el final, abraza esa propuesta convirtiéndose en una de las más fascinantes de todo el filme.

Cyrano mon amour, entonces, indaga sobre la totalidad del proceso creativo de una de las obras más famosas de fines del siglo XIX donde interviene, por un lado, el homenaje a su autor así como al poeta francés; por otro, el despliegue detallado de cada momento desde la (re)escritura hasta la presentación formal. Un camino que se modifica a partir de las vivencias cotidianas, de los vínculos entre las personas, las palabras y los sentimientos. Un merodeo amparado en la observación, del que también se vuelve sujeto observado. Una mirada de la mirada donde convergen la fugacidad con el fluir del goce pleno.

Por Brenda Caletti
@117Brenn