Cuando el amor es para siempre

Crítica de Gastón Molayoli - Metrópolis

Enoch, un joven de diecisiete años que parece un muñeco de torta, ingresa a un funeral. Observa con distancia todo lo que ocurre y escucha, también con distancia, los discursos de despedida. Sólo unos segundos después descubrimos que no lo une ninguna relación con el difunto. El joven encuentra a otra intrusa; Annabel, una chica de aproximadamente su misma edad, vestida como para acompañarlo en la cúspide de la torta.

Ambos son turistas y pasean por funerales sin ninguna razón clara, como indagando una experiencia lejana. En esta primera secuencia, la película presenta distancias enormes, tanto de los personajes frente a lo que sucede en su entorno como de los personajes entre sí.

Sin embargo, Enoch y Annabel empiezan a pasar más tiempo juntos y descubren varias cosas del otro. Hace un tiempo, Enoch perdió a sus padres en un accidente de tránsito y ni siquiera pudo despedirse. Annabel sufre una enfermedad que, según los médicos, es irreversible y la va a matar en pocos meses. La distancia inicial se rompe y encuentra otros riesgos, posibles atajos narrativos que podrían terminar en un mal melodrama.

Sin embargo, Gus Vant Sant sale airoso una vez más y entrega un relato que se ubica en la distancia justa, mérito también de un trabajo actoral medido y de una música casi omnipresente que instala un clima melancólico.

Cuando llegamos a esta instancia resulta casi imposible no remitirse a los universos creados por el director en los últimos años. Al menos en tres de sus mejores películas, los protagonistas son jóvenes que se relacionan con la muerte de diferentes maneras.

Desde Elefante -su obra maestra-, en la que hacía desfilar a los personajes por eternos planos secuencia mientras se acercaban a un final prematuro, pasando por Los últimos días, la versión retorcida de un Kurt Cobain que habitaba la muerte antes de morir, hasta Paranoid Park, la historia de un chico que accidentalmente mataba a un guardia ferroviario y decidía no contárselo a nadie.

En Restless ocurren cosas parecidas. Enoch no puede superar la muerte de sus padres y Annabel no puede comprender que está cerca de ella. La dificultad de relacionarse con la muerte parece insuperable y los suspende fuera del espacio y del tiempo. Ese es el gran mérito de la película y de aquellas mencionadas más arriba. Son obras que no se asientan nunca sobre la tierra sino que construyen una suerte de universo paralelo y que, como en Restless, tienen una lógica emocional y distante a la vez.

En la última escena, cuando ya esta todo dicho, Gus Vant Sant nos regala un rostro callado y nos dice que sólo queda escuchar The fairest off de seasons cantada por Nico, una mujer que tampoco pertenece al pasado, ni al futuro, ni al presente, sino a la dimensión desconocida que algunos llaman cine.