Cry Macho

Crítica de Victoria Leven - CineramaPlus+

A los 91 años Clint Eastwood presenta su obra 39, una película filmada en plena pandemia en apenas más de un mes. Cry macho es, por estos datos de su génesis, una obra atípica en manos de un director nonagenario que abrió las puertas de la realización cinematográfica en su vida en el año 1971, con el filme Obsesión mortal (Play misty for me). Eso fue hace 50 años atrás, digamos que ni más ni menos que la mitad de nuestras vidas, si tuviéramos la gracia de alcanzar los 100 años con la misma lucidez que Clint camina hacia ellos.

Texas, 1979, y una imponente panorámica abren este relato crepuscular. Eastwood encarna a Milo un viejo vaquero, antigua estrella del rodeo que hoy es criador de caballos para Mike, un petiso bravucón dueño de un rodeo. Un hombre que años atrás lo sacó del fango cuando la ex estrella se había hundido en el alcohol y las drogas luego de perder en un accidente a su esposa y su pequeño hijo.

Pero hoy el asunto es otro. Mike lo despide de su trabajo y luego de una elipsis clásica, años más tarde, este se presenta en el rancho de Milo para pedirle un particular favor. Que viaje a México a recuperar a su hijo, aquel al que alguna vez abandono, y lo traiga a su terruño. Un pedido que parece vinculado con el momento de saldar algunas cuentas del pasado, esas cuentas morales que nunca se terminan de pagar. Si Mike lo salvó del infierno años atrás, hoy Milo debe pagar de esta manera su deuda de vida. Y si hay algo que Milo no ha perdido son los códigos, esos códigos masculinos determinados por la lealtad y el deber moral ante todas las cosas.

Así se inicia una larga road movie en busca del pequeño Rafo, ya no tan niño sino un adolescente rebelde de 13 años que vive en las calles alejado también de la vida promiscua y opulenta de su madre.

En una callejera riña de gallos, Milo logra atrapar al jovencito e intentar un regreso veloz hacia las tierras de su padre. Pero el camino está lleno de obstáculos. En especial el de la coreografía de los emisarios enviados por su madre para recuperar al joven, no por instinto maternal sino porque al fin y al cabo ese jovencito es solo de su propiedad.

El derrotero de los fugitivos está lleno de reveses, complicaciones y reversiones, al mismo tiempo que está sembrado de extensos diálogos entre el joven y el viejo Milo. Una suerte de juego de miradas generacionales sobre el mundo, la masculinidad, la paternidad y el peso del pasado más la incertidumbre del futuro.

El gallo que pertenece a Rafo, se llama Macho y eso lo pronuncia con orgullo haciendo además el mismo portador de ese valor agregado. Pero la sabia ironía que esconde esa adjetivación no pasa desapercibida en una de las líneas más personales del filme cuando Milo al volante le confiesa que los hombres persiguen toda su vida la idea de ser machos, de tener coraje y demostrarlo ante todos, pero finalmente no les queda nada, y esa fantasía de coraje es apenas lo único que les queda.

La secuencia por cierto más lenta, con menos giros dramáticos al estilo western, pero de carácter más emocional es aquella en la que el dueto termina refugiado en un pueblito perdido donde conocen a Marta, una viuda mexicana de armas tomar, que cuida de sus nietas y lleva adelante una cantina.

Allí nacen cuestiones amorosas, vinculares y más intimistas entre la gente del pueblo, Milo y Rafo, y en especial entre el vaquero y Marta. Enamoramiento de la tercera edad y su exacerbada ternura que culmina con la imagen de ambos bailando “Sabor a mí” en la versión de Los Panchos y Eydie Gormé. Un resabio inevitable de aquellos sabores románticos en algunos planos de la magistral Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995) y el vals. Pasaran más de mil años muchos más, yo no si tenga amor la eternidad, pero allá tal como aquí en la boca llevarás sabor a mí…

No podemos contar el desenlace del relato, pero sin duda ponderar el impecable trabajo de la dirección de fotografía, los infinitos planos que nos remiten a la estética del western, la belleza varonil de los caballos corriendo en tropel con sus cuerpos llenos de esa fuerza que Milo ha dejado en su lejana historia ya vivida.

Si hay una imagen con la que me gustaría cerrar este breve texto es la de un primer plano de Milo, nuestro amado Eastwood, con los ojos tapados por el ala de su sombrero y una sueva penumbra que envuelve su rostro, mientras le narra sus pesares a Rafo y una sutil lagrima, apenas perceptible, rueda por su rostro. Es el llanto de un hombre, y si hay algo de lo que trata esta historia es de ellos, y del precio de vivir.