Cry Macho

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Bernard Herrmann, uno de los grandes compositores musicales de Hollywood, decía que solo había trabajado con dos directores que resultaron verdaderos románticos: Alfred Hitchcock y Orson Welles. Basta ver la escena de los besos entre Cary Grant e Ingrid Bergman frente a una silueta de Río de Janeiro en Tuyo en mi corazón para confirmarlo. O seguir la pasión extrema que conduce a Loretta Young a la cima de un campanario donde la espera su sacrificio en El extraño para ver su antonomasia. Clint Eastwood también ha decidido hacer su película plena de romanticismo en esta etapa crepuscular de su carrera, signada no solo por evaluación de sus motivos e iconografía sino también como una forma de exorcismo de la austera soledad de sus criaturas.

El Macho del título es el nombre de un gallo. Un campeón, como lo llama Rafa (Eduardo Minett), quien le ha curado las heridas al animal y lo ha subido de nuevo al ring. Macho representa el imaginario de esa hombría a la que se aferra Rafa frente a su sensación de abandono, y también el extraño espejo en el que Mike Milo (el propio Eastwood) ve reflejado su agotado presente. Milo también fue un campeón en el pasado, un campeón de rodeo, como lo muestran los recortes de diarios y las fotografías de sus destrezas. Sin embargo, una tragedia personal y una violenta caída lo hundieron en el alcohol, del que su jefe y amigo Howard Polk (Dwight Yoakam) lo rescató durante un tiempo. Ahora el ranchero le pide a Milo que sea él quien rescate a su hijo de México, de ese olvido al que lo condenó y del que ahora intenta recuperarlo.

Milo recuerda a los personajes heridos de Nicholas Ray y quizás podríamos imaginarlo como una versión madura de Robert Mitchum en La mujer codiciada (1952), quien también era un veterano héroe de rodeo que buscaba un amor que lo salve. Y en Cry Macho ese amor se despliega en el encuentro áspero con Rafa a lo largo del camino, en el hallazgo de sus emociones dormidas al son de “Sabor a mí”, en el imaginario del western sobre México, con sus praderas y sus caballos, sus anacrónicas mujeres fatales y sus santas salvadoras.

Eastwood expone la fragilidad de su propia leyenda, ironiza su propio mito de conquistador y revela bajo la piel dura de este epígono del Bill Munny de Los imperdonables las lágrimas contenidas de un macho que no quiere morirse solo. El romanticismo es entonces el de un sobreviviente, el que ensaya un refugio compartido ante la incertidumbre de este tiempo, con su cuerpo encorvado y su voz cascada, aferrado a la notas de un bolero que contienen la última esperanza.