Cruzadas

Crítica de Javier Luzi - Fancinema

Sin vergüenza

Hay ciertos misterios en el cine nacional que jamás podrán resolverse. La filmografía de Rafecas es uno de ellos. Sus proyectos que se concretan y reúnen un elenco de “nombres” (tanto en el reparto como en el equipo técnico) suelen ser algo inexplicable. No es sencillo hacer un cine popular y menos cuando uno se interna en mundos que no le pertenecen para contar la fiesta ajena. Difícilmente no se note el esfuerzo. Y Cruzadas es un claro ejemplo de ello. La comedia es un género que necesita timing y el grotesco requiere un estado de gracia superlativo. Y acá se carece de todo eso.

Ernesto Pérez Roble (Pinti), un hombre de 96 años, dueño de un mega holding mediático, comprende tarde que ha vivido equivocado y antes de morir pretende subsanar alguno de esos errores. Su hija Juana (Casán) es una abogada ambiciosa y cínica, que oculta un hijo cuadripléjico, y a la que sólo le interesa el poder y el dinero. Camila (Guevara) es la empresaria más famosa del mundo de la bailanta, también tiene una hija que hace honor al apellido que no sabe que porta, porque algo ha hecho que esta parte de la familia desconozca su verdadero origen. Hasta que vuelvan a juntarse las media-hermanas en el velatorio del padre y los dos mundos choquen sin medida.

Historia típica de culebrón, el problema no es su poca originalidad sino la construcción que a partir de estereotipos y lugares comunes invade todo el guión y no consigue más que personajes unidimensionales, previsibles, chatos y forzados. Y la necesidad notoria de fabricar humor sin lograrlo jamás. El trazo más grueso parece ser la única manera que se ha encontrado para pintar todo el relato. Y entonces el patetismo aparece en todo su esplendor (el musical en la reunión de directorio es el clímax). Vergüenza ajena da ser testigo de muchas escenas. Y por si fuera poco se pretende enseñarnos, con dedo admonitorio, lo prejuiciosos que podemos ser desde el mismo prejuicio disfrazado de políticamente correcto. Entre la esquizofrenia y la hipocresía si somos sutiles, pura hijaputez si abandonamos los eufemismos.

Marionetas de una búsqueda que apunta claramente a otra cosa son los personajes y el guión que se resuelve velozmente y a los ponchazos ensalzando al amor como la posibilidad de cambio. El pobre, el “negro de mierda” puede que llegue a las Lomas de San Isidro y se siente a la mesa en salones donde se maneja el poder para apoyar su revólver pero deberá esconderlo para guardar las formas, ayudar a fabricar el show estupidizante y alienante (con ínfulas de mensajes concientizadores), pero especialmente deberá mostrar su humildad y su sometimiento a las decisiones de los que saben para ser aceptados. Clara alianza que nos retrotrae a la que sustentó al menemato para producir el cambio gatopardista y mantener el status quo haciendo del revolucionario efecto carnavalesco apenas un disfraz de cartón pintado.

Mientras Pinti y Moria hacen de Pinti y Moria (pero con menor gracia) y los demás hacen lo que pueden, hay que reconocer que Nacha Guevara demuestra que hay una actriz en escena, un sentimiento y un respeto por la criatura que le ha tocado en suerte. Mención aparte para Chachi Telesco cuya vergonzosa performance alcanza la apoteosis en su desastrosa interpretación de Garganta con arena.