Criaturas nocturnas

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Criaturas nocturnas comienza como una historia de cautiverio. Un hombre alimenta a una niña de grandes ojos azules mientras esa mirada virgen de miedos y permeable a los castigos atisba tras las rejas de su prisión el mundo que le está vedado. Como heredera de los "niños salvajes" que poblaron la mitología científica de la Europa continental de fines del siglo XVIII y principios del XIX -al estilo Víctor de Aveyron y Kaspar Hauser-, la joven Jane se integra al mundo desde una corporalidad en ciernes, que pugna en su interior junto a los despertares que la cultura de un pueblo rural tiene interés en ver domesticados. Criaturas nocturnas sigue, entonces, como la historia de ese repentino encuentro entre lo que irrumpe con furia y lo que debe ser negado.

La ópera prima del alemán Fritz Böhm, filmada en los Estados Unidos, sigue la estela de los despertares adolescentes devastadores, desde Carrie hasta Criatura de la noche. Lo que sigue es tal vez lo más evidente de la película: la recurrencia de una exposición de lo visible de manera redundante, la afirmación de lo monstruoso en los contornos de la apariencia exterior. Sin embargo, el viaje de Anna desde el encierro a la liberación es más complejo cuando se configura en el revés de sus grandes ojos azules, cuando la mirada que teme es la que está del otro lado de las rejas.