Criatura de la noche

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Entre los vivos

Pocas películas plasman y examinan la vida adolescente sin subestimarla y banalizarla. Paranoid Park, Adventureland, Glue son algunas excepciones, y Criaturas de la noche, filme supuestamente de vampiros, es uno de los exponentes más refinados de los últimos años. La película de Thomas Alfredson, basada en la novela de John Ajvide Lindqvist (que también escribió el guión), no es otra cosa que una meditación precisa sobre un sentimiento dominante pero silenciado en los púberes: el desamparo existencial.

Es 1982. Un suburbio en las afueras de Estocolmo. Oskar vive con su madre; sus padres se han separado y su vida se concentra en evitar que sus compañeros de escuela le peguen sistemáticamente. En sus tiempos libres, colecciona artículos sobre un conjunto de crímenes recientes, infrecuentes en el vecindario, pues, si bien se trata de un barrio de trabajadores, el bienestar material les pertenece a todos. Su obsesión quizás sublima un deseo: desquitarse con la patota que lo martiriza, aunque semejante hazaña física es improductiva para conjurar su soledad infinita.

Todo cambiará para Oskar cuando una noche muy fría conozca a Eli, una chica cuyo semblante indica tener la misma edad y que recientemente se ha mudado al lado de su departamento. No es un encuentro cualquiera, y Oskar no tardará en vincular a su nueva amiga, que parece vivir de noche y jamás padecer el frío, con los extraños asesinatos, al menos después de querer sellar su amistad con un pacto de sangre y constatar la transfiguración de quien sin duda es su aliada. En una línea memorable, Eli dice: “Tengo doce años, pero tengo doce años hace mucho tiempo”. Es la confesión inquietante de un vampiro, pero el inicio de una amistad inquebrantable. El resto es cómo convivir (y confiar) con una criatura nocturna que, como cualquier otra especie, mata para sobrevivir. Y de eso se trata tanto para Eli como para Oskar: ¿cómo sobrevivir a la hostilidad física y simbólica del mundo de los vivos?

Como en Crepúsculo y Luna nueva, la película de Alfredson yuxtapone el universo mítico de vampiros con la melancolía y desolación adolescente, pero en vez de trivializar la ansiedad por la (in)finitud en pos de un romanticismo trágico, tan ramplón como ridículo, y filmado como un videoclip de larga duración, resuelve poetizar sobre la amistad como un ejercicio amoroso simétrico, a pesar de la diferencia de sexos y de especie. La seriedad de su empresa no carece ni de humor, ni de violencia. Una cofradía de gatos (digitalizados) se lleva las risas; un par de decapitaciones ejemplifican cómo representar la violencia, escena lúcida, lúdica y lucida que transcurre en una pileta y que además solamente es posible de concebir en términos cinematográficos.

Formalmente prodigiosa y narrativamente elegante, Criaturas de la noche ostenta una perfección en la composición de los planos y un trabajo minucioso sobre el diseño de sonido. Los movimientos de cámara son parsimoniosos y elegantes. Véase la resolución de la escena en la que un hombre mayor que protege a Eli, quizás el padre o un viejo novio envejecido, fracasa en la recolección de sangre y espera no ser descubierto por algunos amigos de una posible víctima mientras se esconde en un vestuario. Alfredson elige la profundidad de campo para tensionar en el plano lo que se ve en el fondo respecto de lo que está en el frente. A su vez, todos “las cenas” de Eli se muestran a distancia o en fuera de campo. Y como lo que se ve es tan esencial como lo que se escucha, la nieve suena, el frío deviene en sonido y los movimientos del cuerpo son notas que pueden descifrarse.

El desenlace de Criaturas de la noche es magistral, no muy lejos de ese giro narrativo ilustre de Sexto sentido. Se podrá pensar que en última instancia estábamos frente a una fantasía imaginaria de un alma solitaria. Se podrá suscribir a la lectura del realizador de que, como en las novelas de Herman Hesse, los personajes centrales constituyen un solo personaje escindido, acaso dos polos de la arquitectura de la vida anímica. Sea como fuere, lo cierto es que la vida entre los vivos no es del todo estimulante, pues la insignificancia es la regla y la crueldad un modus vivendi, excepto cuando la amistad conjura todos los males de este mundo.