Criatura de la noche

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Sangre joven en la vieja mitología vampírica

Proveniente de un director sin experiencia previa en el cine de terror, el film de Alfredson, que por momentos parece una versión hardcore de Melody, llega tan fresco al género que se permite abordarlo sin tener necesidad de rendirle culto a sus tradiciones más anquilosadas.

Como un antídoto contra los vampiros pasteurizados de la saga Crepúsculo y Luna nueva, llega por fin, después de múltiples postergaciones, Criatura de la noche, un film sueco capaz de devolver no sólo a la mitología vampírica –que sigue desafiando fronteras, continentes e idiomas–, sino también a la adolescencia, su carácter más transgresor y revulsivo. Lo interesante del caso es que el film de Tom Alfredson –un director sin experiencia previa en el cine de terror– llega tan nuevo y fresco al género que se permite abordarlo sin tener necesidad de rendirle culto a sus tradiciones más anquilosadas.

Es significativo que Criatura de la noche se pueda empezar a definir no tanto por lo que es, sino precisamente por lo que no es. En primer lugar, no hay nada de la iconografía gótico-romántica, a la manera del Drácula de Bram Stoker o las películas de la Hammer, en el film de Alfredson. El escenario es un triste suburbio de Estocolmo, tan limpio como la nieve y tan geométrico como el cubo Rubik que el protagonista tiene al comienzo como único amigo. No se puede decir que los indefinidos años ’80 de la película pasen por lo que se suele llamar “un film de época” y, si algo debe concederse, es que la noche suele tener más protagonismo que el día, aunque hay más de una escena diurna inquietante.

Antes que una invasión del alma, al modo romántico, el vampirismo que propone Criatura de la noche es una necesidad de orden físico. Eli, la pequeña vampira de la película, necesita alimentarse y no le queda más remedio que hacerlo con sangre. Su impulso es el de la supervivencia. No hace más que seguir la inclinación de su naturaleza. Y si no fuera por ese hombre que se hace pasar por su padre y no es más que el Renfield que por las noches sale a reponer unos bidones de sangre fresca para su protegida, como quien faena vacas en el matadero, Eli estaría tan sola en el mundo como Oskar, el retraído vecino con quien vivirá una extraña historia de amor, en una suerte de versión hardcore de Melody.

“¿En serio tenés 12 años?”, le pregunta Oskar a Eli cuando empieza a tomar confianza con esa niña que se le aparece súbitamente y sólo de noche, casi sin abrigo en medio de un frío que corta el aliento. “Sí, salvo que he tenido 12 por mucho tiempo”, responde Eli. Hay algo en el aislamiento de Oskar que atrae inmediatamente a Eli: él es rubio nórdico y ella, una morocha de aspecto gitano, pero en sus respectivas soledades no podrían ser más parecidos, sentirse más juntos. Oskar es la clase de chico de quien los demás chicos se burlan y discriminan, por tímido, sensible e inteligente; nada muy distinto de la discriminación que sufriría Eli... si fuera al colegio.

Donde el film de Alfredson se encuentra netamente con la tradición del género es en la concepción del vampiro como héroe trágico por excelencia. Despreciado, perseguido, condenado a la soledad, Oskar no es el vampiro, pero podría serlo, como ya lo es Eli. Ella, en todo caso, tiene los medios para defenderse de la hostilidad de las instituciones –la familia, el colegio–, medios que él apenas puede imaginar. Mientras Oskar juega con un cuchillo y descarga contra el tronco insensible de un árbol toda la violencia que no se atreve a dirigir a quienes lo humillan diariamente, Eli en cambio puede poner a su disposición los poderosos recursos de su naturaleza, que hasta ahora sólo utilizaba para sobrevivir, sin interponer ningún juicio moral.

Históricamente, el vampiro es doble, sombra, reflejo; por eso no puede verse a sí mismo en los espejos ni enfrentarse a la luz del sol. ¿Y si Eli no fuera más que una proyección de Oskar, la expresión de sus deseos, la materialización de sus pulsiones, su Ello freudiano? La agudeza del film está en aludir a esta ambigüedad sin tener necesidad de enunciarla. Como en muchos films de David Cronenberg (y la cicatriz que luce Eli en lugar de su sexo no hace sino evocar las monstruosidades de Crash), toda la película se beneficia de un gélido registro hiperrealista, donde la tétrica banalidad de la vida cotidiana está exacerbada. Que en ese contexto, la vampira –el elemento fantástico– aparezca literalmente de la nada, en la noche de Oskar, puede sugerir que se trata quizá del ángel vengador que su inconsciente estaba necesitando.